Aunque parezca mentira, la grave crisis de refugiados que estamos
viviendo ahora, la terrible amenaza del terrorismo yihadista que nos persigue
como una sombra perniciosa, el caos general que se vive en el Magreb y Oriente
Próximo no son fenómenos recientes ni son el resultado de acontecimientos
inesperados. El colapso de la distribución del territorio que el Imperio
Otomano controlaba en la región del norte de África, Mesopotamia y la Península
Arábiga, realizada por británicos y franceses, antes incluso de que hubiera
rematado la Primera Guerra Mundial con el Acuerdo
Sykes – Picot de 1916, sancionado después con el Tratado de Sèvres de
1920 y el Tratado de
Lausana de 1923, fue la consecuencia de la creación de una
estructura de países que poco o nada respectaban las realidades poblacionales
que las habitaban y el establecimiento de gobiernos autoritarios. La escisión
del Líbano para crear un estado fundamentalmente cristiano con una gran
extensión de costa en el Mediterráneo Oriental y la creación de Palestina,
Transjordania, Iraq y Siria respondieron a intereses económicos, políticos y
fundamentalmente estratégicos de las potencias europeas.