Son indómitos.
Desde el momento en que nacen tienen que enfrentarse a todo lo que les rodea
para sobrevivir porque la naturaleza les es hostil, el entorno político desea
acabar con ellos, la historia siempre ha sido escrita con renglones en su
contra y el destino no se cansa de ponerles una y otra vez en el frente de
batalla. Los kurdos lo saben y asumen con tanta naturalidad que las montañas
son sus únicas aliadas y su tradición y cultura un patrimonio indestructible
como que, llegada la edad, deberán coger el fusil y avanzar
cara al enemigo. Durante siglos el enemigo fueron el ejército otomano y el
persa, según soplaran las alianzas del emir kurdo al que sirvieran hasta que,
llegado el siglo XX y la traición a lo pactado en el Tratado de Sèvres de 1920, su territorio, el Kurdistán, la tierra de los kurdos, que
nunca había conocido otras fronteras que las montañas y sus caprichos
invernales, fue dividido entre cuatro estados que hicieron todo lo posible
por doblegarlos, por eliminar sus ansias de autodeterminación e independencia e
incluso por erradicarlos con prácticas genocidas. Entonces los enemigos fueron
cinco: Irán, Iraq, Siria, Turquía y su división.