¿Merece la paz un premio o es la
paz, en sí, el mayor de los premios? ¿Debe premiarse a aquellos que luchan por
lograr la paz o sólo debe premiarse a los que la logran? ¿Por qué unos son más
dignos de reconocimiento en sus esfuerzos por mejorar este mundo que otros?
Estas son algunas de las preguntas que me llevo planteando desde que leí el comentario
que un amigo hizo en una red social sobre si Juan Miguel Santos, el
presidente de la República de Colombia, era el mejor candidato de este año
a llevarse el Nobel de la Paz.
Como muy bien señalaba mi amigo, no se
trata, ni mucho menos, de desmerecer los esfuerzos ni el empeño que Juan Miguel
Santos ha desarrollado a lo largo de los últimos años por alcanzar la paz
definitiva con las FARC. Una paz que todavía parece esquiva como
consecuencia de la victoria del no, por el estrecho margen de 50.000 votos, en
el referéndum en el que el pueblo colombiano debía manifestar su aceptación o
rechazo al plan de paz firmado por Santos y Timoshenko. Obviamente, el resultado
muestra que los colombianos, tras más de cinco décadas de guerra y terror,
desean la paz pero no a cualquier precio, porque la paz sin justicia no es
verdadera paz. Y hacer justicia no es fácil cuando se deben restañar las
heridas de las víctimas con la dignidad que se merecen, cuando se debe lograr
la reintegración a la sociedad de los miembros de las guerrillas captados a la
fuerza desde niños así como involucrar en la vida política a los líderes sin
que queden impunes los que tienen las manos manchadas de sangre.
Aun reconociendo el mérito de Santos
por lograr una paz definitiva y por alentar la esperanza de un futuro mejor y
más próspero para su país es preciso considerar que, quizás uno de los motivos
fundamentales para haberle concedido este galardón es incentivar que se siga su
ejemplo en muchos otros rincones de este planeta afectados por la lacra de la
guerra. Y es esa la lectura que yo hago. Porque cualquier esfuerzo que se haga
por alcanzar la paz es siempre insuficiente a la vista de los resultados.
Pero, valorando esta interpretación, en mi modesta opinión – y en
esto concuerdo plenamente con mi amigo – de los 376 candidatos al premio Nobel
de la Paz de este año – entre los que podemos señalar a Svetlana Gannushkina
fundadora del Comité de
Asistencia Cívica, una organización
que ofrece ayuda legal, educación y asistencia a las personas y grupos étnicos
desplazados en Rusia; el Ministro de Energía iraní Alí Akhbar Salehi y su
homólogo norteamericano Ernest Moniz por la negociación para lograr el acuerdo nuclear; Angela Merkel, el Papa Francisco o el polémico Edward Snowden, había, al
menos tres, que merecían mucho más el reconocimiento.
Uno de ellos era el trío integrado por el
doctor Denis Mukwege, Jeanne Nacatche y Jeannette Kahindo Bindu. El ginecólogo
congoleño especializado en operar a las víctimas de violaciones en grupo.
Mukwege fundó en 1998 el hospital Panzi de Bukavu donde ha operado a más de 46.000
mujeres de las graves lesiones sufridas como consecuencia de la violencia
derivada de la guerra. Las dos mujeres han colaborado en proveer ayuda a las
mujeres traumatizadas por las agresiones. Su labor a favor de las mujeres en un
entorno tan hostil y dramático no es sólo digna de encomio sino un ejemplo a
seguir en una época en la que la banalización de la violencia contra las
mujeres avanza mientras retroceden sus derechos, sobre todo, en África.
Otro candidato era la Organización de la Defensa Civil Siria ó DCS – en árabe, Difaa al Medeni
Suri -, conocidos popularmente como los “Cascos Blancos”, integrada por
voluntarios cuya labor en el rescate de los posibles supervivientes de los
bombardeos en la guerra civil en Siria ha permitido salvar decenas de miles de
vidas. Su presunta vinculación con los grupos islamistas extremistas – no
confirmada – le ha valido ciertas críticas y, probablemente, han impedido que
lograran el galardón. Pero, su trabajo desinteresado es el único atisbo de
esperanza en un entorno donde ésta brilla por su ausencia y
donde la única certeza es la proximidad de la guerra y el horror. Una labor que
es muestra de generosidad en unas circunstancias donde el egoísmo y la ambición han
cegado cualquier otro valor humano.
Y por último, la tercera candidata y,
debo reconocer mi favorita por lo que significa, era Nadia Murad, la joven yazidí,
quien tras ser capturada por los canallas de Daesh y convertida en botín de
guerra fue obligada a ser su esclava sexual. Nadia representa a una minoría
kurda, la yazidí, vestigio de una singular cultura milenaria en grave peligro
de extinción pero, sobre todo, representa a los cientos de miles mujeres árabes
y kurdas, cristianas, musulmanas y yazidíes doblemente víctimas de la violencia
que genera la guerra, tanto en Iraq como en Siria, primero como ser humano
atrapado en un conflicto bélico y segundo como mujer instrumento de la peor
humillación que puede sufrir una sociedad conservadora. Es la imagen pública de una de las
peores consecuencias de la guerra que se oculta por la estigmatización social
que supone pero a la que no se pone remedio ni se intenta curar por el poco
valor que se da a la mujer. Representa la incapacidad de la Comunidad
Internacional para proteger al eslabón más importante de la sociedad: la hija,
la madre, la abuela, la esposa, la educadora, el soporte de la familia.
Cualquiera de estos tres candidatos y,
probablemente, muchos más merecerían obtener el premio Nobel de la paz.
Obviamente, las razones por las que el jurado optó por Santos son tan
relevantes como los de los demás y no es objeto de este artículo cuestionarlos
sólo plantearlos para su reflexión.
Una reflexión que debería de
conducirnos a la idea de que el galardón pese al reconocimiento y su
significado no es el verdadero premio. El premio de verdad es la paz. Esa paz
esquiva y tan difícil de conseguir en pleno siglo XXI porque los seres humanos
en milenios de historia no hemos sido capaces de aprender que los conflictos
nunca se solucionan con la violencia, el horror y la sangre. Porque no hemos
sido capaces de entender que la fuerza puede darnos el poder pero éste siempre
será temporal porque la injusticia acaba por hacer estallar al agraviado y el
tiempo siempre acaba colocando a todos en su lugar. Y, sobre todo, porque no
hemos sido capaces de apreciar que no hay nada más valioso en la vida que la
paz con justicia, seguridad y libertad. Por
eso, los que de verdad, se merecen el premio son justamente los que no pueden
vivir en su hogar, en su tierra en paz, a todos ellos, a los millones de
refugiados es a quienes les corresponde el Nobel de la paz.
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