miércoles, 12 de octubre de 2016

EL NOBEL, LA PAZ Y LOS QUE MERECEN EL PREMIO.

¿Merece la paz un premio o es la paz, en sí, el mayor de los premios? ¿Debe premiarse a aquellos que luchan por lograr la paz o sólo debe premiarse a los que la logran? ¿Por qué unos son más dignos de reconocimiento en sus esfuerzos por mejorar este mundo que otros? Estas son algunas de las preguntas que me llevo planteando desde que leí el comentario que un amigo hizo en una red social sobre si Juan Miguel Santos, el presidente de la República de Colombia, era el mejor candidato de este año a llevarse el Nobel de la Paz.

         Como muy bien señalaba mi amigo, no se trata, ni mucho menos, de desmerecer los esfuerzos ni el empeño que Juan Miguel Santos ha desarrollado a lo largo de los últimos años por alcanzar la paz definitiva con las FARC. Una paz que todavía parece esquiva como consecuencia de la victoria del no, por el estrecho margen de 50.000 votos, en el referéndum en el que el pueblo colombiano debía manifestar su aceptación o rechazo al plan de paz firmado por Santos y Timoshenko. Obviamente, el resultado muestra que los colombianos, tras más de cinco décadas de guerra y terror, desean la paz pero no a cualquier precio, porque la paz sin justicia no es verdadera paz. Y hacer justicia no es fácil cuando se deben restañar las heridas de las víctimas con la dignidad que se merecen, cuando se debe lograr la reintegración a la sociedad de los miembros de las guerrillas captados a la fuerza desde niños así como involucrar en la vida política a los líderes sin que queden impunes los que tienen las manos manchadas de sangre.

         Aun reconociendo el mérito de Santos por lograr una paz definitiva y por alentar la esperanza de un futuro mejor y más próspero para su país es preciso considerar que, quizás uno de los motivos fundamentales para haberle concedido este galardón es incentivar que se siga su ejemplo en muchos otros rincones de este planeta afectados por la lacra de la guerra. Y es esa la lectura que yo hago. Porque cualquier esfuerzo que se haga por alcanzar la paz es siempre insuficiente a la vista de los resultados.

Pero, valorando esta interpretación, en mi modesta opinión – y en esto concuerdo plenamente con mi amigo – de los 376 candidatos al premio Nobel de la Paz de este año – entre los que podemos señalar a Svetlana Gannushkina fundadora del Comité de Asistencia Cívica, una organización que ofrece ayuda legal, educación y asistencia a las personas y grupos étnicos desplazados en Rusia; el Ministro de Energía iraní Alí Akhbar Salehi y su homólogo norteamericano Ernest Moniz por la negociación para lograr el acuerdo nuclear; Angela Merkel, el Papa Francisco o el polémico Edward Snowden, había, al menos tres, que merecían mucho más el reconocimiento.

         Uno de ellos era el trío integrado por el doctor Denis Mukwege, Jeanne Nacatche y Jeannette Kahindo Bindu. El ginecólogo congoleño especializado en operar a las víctimas de violaciones en grupo. Mukwege fundó en 1998 el hospital Panzi de Bukavu donde ha operado a más de 46.000 mujeres de las graves lesiones sufridas como consecuencia de la violencia derivada de la guerra. Las dos mujeres han colaborado en proveer ayuda a las mujeres traumatizadas por las agresiones. Su labor a favor de las mujeres en un entorno tan hostil y dramático no es sólo digna de encomio sino un ejemplo a seguir en una época en la que la banalización de la violencia contra las mujeres avanza mientras retroceden sus derechos, sobre todo, en África.

         Otro candidato era la Organización de la Defensa Civil Siria ó DCS – en árabe, Difaa al Medeni Suri -, conocidos popularmente como los “Cascos Blancos”, integrada por voluntarios cuya labor en el rescate de los posibles supervivientes de los bombardeos en la guerra civil en Siria ha permitido salvar decenas de miles de vidas. Su presunta vinculación con los grupos islamistas extremistas – no confirmada – le ha valido ciertas críticas y, probablemente, han impedido que lograran el galardón. Pero, su trabajo desinteresado es el único atisbo de esperanza en un entorno donde ésta brilla por su ausencia y donde la única certeza es la proximidad de la guerra y el horror. Una labor que es muestra de generosidad en unas circunstancias donde el egoísmo y la ambición han cegado cualquier otro valor humano.

         Y por último, la tercera candidata y, debo reconocer mi favorita por lo que significa, era Nadia Murad, la joven yazidí, quien tras ser capturada por los canallas de Daesh y convertida en botín de guerra fue obligada a ser su esclava sexual. Nadia representa a una minoría kurda, la yazidí, vestigio de una singular cultura milenaria en grave peligro de extinción pero, sobre todo, representa a los cientos de miles mujeres árabes y kurdas, cristianas, musulmanas y yazidíes doblemente víctimas de la violencia que genera la guerra, tanto en Iraq como en Siria, primero como ser humano atrapado en un conflicto bélico y segundo como mujer instrumento de la peor humillación que puede sufrir una sociedad conservadora. Es la imagen pública de una de las peores consecuencias de la guerra que se oculta por la estigmatización social que supone pero a la que no se pone remedio ni se intenta curar por el poco valor que se da a la mujer. Representa la incapacidad de la Comunidad Internacional para proteger al eslabón más importante de la sociedad: la hija, la madre, la abuela, la esposa, la educadora, el soporte de la familia.

         Cualquiera de estos tres candidatos y, probablemente, muchos más merecerían obtener el premio Nobel de la paz. Obviamente, las razones por las que el jurado optó por Santos son tan relevantes como los de los demás y no es objeto de este artículo cuestionarlos sólo plantearlos para su reflexión.


         Una reflexión que debería de conducirnos a la idea de que el galardón pese al reconocimiento y su significado no es el verdadero premio. El premio de verdad es la paz. Esa paz esquiva y tan difícil de conseguir en pleno siglo XXI porque los seres humanos en milenios de historia no hemos sido capaces de aprender que los conflictos nunca se solucionan con la violencia, el horror y la sangre. Porque no hemos sido capaces de entender que la fuerza puede darnos el poder pero éste siempre será temporal porque la injusticia acaba por hacer estallar al agraviado y el tiempo siempre acaba colocando a todos en su lugar. Y, sobre todo, porque no hemos sido capaces de apreciar que no hay nada más valioso en la vida que la paz con justicia, seguridad y libertad. Por eso, los que de verdad, se merecen el premio son justamente los que no pueden vivir en su hogar, en su tierra en paz, a todos ellos, a los millones de refugiados es a quienes les corresponde el Nobel de la paz.

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