viernes, 1 de septiembre de 2017

YIHADISMO, UNA REFLEXIÓN SOBRE LA RESPONSABILIDAD.

No somos inocentes. Para ellos no somos inocentes. Les da igual que su víctima sea un niño de 3 años, un adolescente de 13 o un adulto de 30. Cuanto más joven mejor, porque son el futuro de nuestra sociedad, de nuestro modo de vida, de nuestra libertad. Matarlos es su manera de decirnos que no nos confiemos, que puede que nuestro modo de vida acabe en breve. 

No somos tan fuertes. Nuestra debilidad es el valor que le damos a la vida humana y es ahí donde nos atacan, conscientes de que cuanto más indefensa la víctima más pone en evidencia nuestra vulnerabilidad. 


No merecemos vivir. Para ellos nuestra vida es una ofensa. Nadie que no profese su visión torticera de la religión y se someta a su voluntad merece vivir. Todos somos kufar, infieles, pecadores, etc. Por todo ello, todos somos carne de cañón de una misión tan siniestra como irracional. Porque el que no se convierte no merece seguir en este mundo.

         En sus mentes anidan las imágenes de los niños, mujeres, ancianos y hombres adultos muertos en las calles de Afganistán, Iraq y Siria. En sus mentes se repiten una y otra vez, los estruendos de las bombas y las ráfagas de las armas automáticas seguidas por el silencio de la muerte. En sus mentes, sólo cabe la indignación, justificada sin duda, por la devastación de sus ciudades, la pobreza, la injusticia, la desigualdad y la opresión en la que viven la mayoría de los suyos, los musulmanes en general y, los árabes y magrebíes en particular. En sus mentes, la única forma para paliar este horror es castigando a aquellos que lo han provocado. Y como no pueden lanzar una campaña masiva contra nuestros países llevan a cabo mediáticos golpes de efecto en nuestro territorio confiando en que la opinión pública debilite a nuestros gobiernos y, sobre todo, nuestra cohesión. Sin embargo, esta estrategia es absurda porque, sus ataques  no ayudan a mejorar la situación de los suyos ni tampoco, y eso sí que es más triste todavía, incrementan la percepción internacional sobre su causa. Sus golpes sólo consiguen acabar con vidas, romper corazones y destrozar familias en occidente. Lo mismo que sucede cada día en sus países y en otros muchos, y que, lamentablemente, de nada parece servir y a nadie parece importar.

         Y es precisamente, nuestra indiferencia, nuestra falta de preocupación, nuestra ignorancia, voluntaria o no, las que han hecho surgir la rabia, las que desvelan la magnitud de la impotencia, las que empujan a buscar una alternativa al callejón sin salida en la que se encuentran decenas de millones de personas olvidadas de eso que se da en llamar “Comunidad Internacional” pero, sobre todo, de los más privilegiados de su propia sociedad. Sí, porque si Oriente Próximo, - permítanme que me circunscriba a esta región sólo -, se encuentra en el estado de caos actual no sólo es culpa de la intervención occidental. El mayor enemigo de los árabes son los árabes. Sí, y aunque no me gusta hablar de los nuestros y de los suyos porque creo, firmemente, que todos somos miembros de una comunidad, la humana, lo cierto es que no hacemos sino empeñarnos en la diferencia, en la separación, en la compartimentación que lo único que logran es el enfrentamiento y, como consecuencia, la injusticia.

         Falta apenas un año para que se conmemore el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial y el cambio trascendental que se produjo con los tratados que establecieron el reparto del botín tras la derrota del Imperio Otomano. Esa guerra, que se cobró millones de vidas en el frente europeo, marcó el inicio de una era tan sangrienta como irracional en Oriente Próximo. En la división territorial del botín, de acuerdo con los intereses británicos y franceses, está el origen de muchos de los conflictos actuales. La creación de estados nuevos como Iraq, Jordania, Líbano o Siria exigió la adaptación a una nueva realidad para la que la mayoría de la población no estaba preparada. Siglos de sometimiento a un Sultán otomano, bajo el paraguas de un gran Califato musulmán, tuvieron que ser “olvidados” para hacer frente a la nueva existencia de entidades más pequeñas donde se tuvo que construir la idea de “nación” a costa de suprimir la diferencia étnica y religiosa. Más difícil de aceptar fue la creación de un estado judío en el corazón del territorio musulmán – cuyo septuagésimo aniversario también se conmemorará el año que viene – no por ser una “anomalía” sino por lo que ello significaba: el fracaso de la idea de una comunidad árabe unida contra un enemigo común y la constatación de la división derivada de múltiples intereses y diferentes prioridades.

 Las sucesivas guerras palestino – israelíes, el precario equilibrio en el Líbano tras décadas de guerra, el caos sectario en Iraq, la guerra civil siria, la guerra civil en Yemen, etc. son sólo la muestra de dos fracasos: el de los nuevos estados y el de la Comunidad Internacional. En la nefasta intervención internacional está la perpetuación de dictaduras, tiranías y totalitarismo y su estela de injusticia, crueldad, falta de libertades, pobreza, desigualdad, etc. La reiterada interferencia para evitar que prosperase el comunismo primero y el nacionalismo después, permitió que el islamismo, entendido como islam político, fuera ocupando un espacio mayor en la vida de estas personas. Se prefirió apoyar a la religión que a cualquier ideología que pudiera unir a la población contra los tiranos que los gobernaban. Negar la responsabilidad de occidente sería de necios. Para no arriesgar el suministro del petróleo que nos permitía y sigue permitiendo vivir con toda comodidad y prosperidad apartamos la vista de lo que sucedía en estos países y el sufrimiento de su población. Era conveniente que siguieran los dictadores que garantizaban la estabilidad y la tranquilidad de la región.

Pero, no todo es culpa de occidente. Por el contrario, lo sucedido en las últimas décadas es responsabilidad tanto de los gobiernos árabes tiránicos y corruptos como de la propia población. No resulta políticamente correcto culpar a las víctimas de su propia desgracia pero, tampoco lo es ocultar su parte de cooperación necesaria en todo lo que lleva acontecido aunque derive de la inacción.

         A diferencia del espíritu revolucionario inspirado por el gran líder árabe, el egipcio Gamal Abdel Nasser, que sacudió todo Oriente Próximo desde mediados de la década de los cincuenta y que logró el fin del colonialismo británico y francés en estos países, en la actualidad, excepción hecha de la denominada Primavera Árabe de 2011, se ha instalado una resignación enrabietada. Resignación ante los reiterados fracasos de todos los levantamientos y la perpetuación en el poder de dinastías, estirpes, clanes y líneas militares. Resignación ante la falta de esperanza de un futuro mejor. Resignación que es aprovechada de dos maneras por los más radicales y fanáticos. En primer lugar, para captar adeptos para una causa violenta que se defiende como la única manera para cambiar las cosas. En segundo lugar, para mantener a la mayoría subyugada a la idea de que luchar contra el “status quo” no sólo es peligroso sino que va en contra a los preceptos religiosos y, por lo tanto, es pecado.

         La mayoría de los musulmanes son gente pacífica que sólo desea vivir su vida de la mejor manera posible. Sin embargo, su lenta reacción para manifestarse contra los violentos, su aparente apatía ante todos los intentos por solucionar los conflictos que son origen del fanatismo y, sobre todo, su incapacidad para llegar a acuerdos que nos permitan a todos colaborar por el bien común son la mejor ayuda que los yihadistas pueden tener en su loca carrera hacia la muerte.

         Sólo podemos combatir el horror si nos apoyamos unos a otros sin reservas. No hay culpables ni inocentes cuando está en juego la vida de tantas personas, solo debe haber responsabilidad y ganas de solucionar los conflictos para mejorar las cosas. Voluntad contra la inacción.
         

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