sábado, 4 de mayo de 2013



SANGUIJUELAS.



El problema de los tratamientos médicos es que, a veces, los preparados que curan algunos males perjudican órganos sanos. En muchas ocasiones, salvar la vida de un enfermo implica dejarle secuelas que menoscabarán su existencia, convirtiéndola en insoportable. En algunos casos, los tratamientos de choque son tan brutales y debilitan tanto al paciente que le ponen al borde de la muerte. Y en otros, el control de los síntomas no soluciona el problema de fondo.

            Dada la maltrecha situación económica y financiera de nuestro país, la aplicación de sanguijuelas, al mejor estilo dieciochesco, lejos de “limpiar” nuestra sangre de los “humores malignos” que la contaminaban, lo que han hecho es reducir tanto el nivel de su flujo que ahora estamos ante una anemia de difícil recuperación. No sólo es preciso “inyectar” dosis concentradas de hierro para que los glóbulos rojos puedan recuperar su nivel sino que deben prolongarse en el tiempo sólo para evitar que la economía  fenezca. El problema es que no hay de donde sacar tanto “hierro” para las transfusiones.

            Nunca el axioma de que “en el término medio está la virtud” ha cobrado tanta relevancia como ahora. Después de un par de años de estrangulamiento económico, de sangría monetaria, durante los cuales hemos hecho transfusiones masivas de fondos a los bancos sin que, a cambio, estos suelten “ni gota” de crédito, es evidente que salvo evitar el colapso de los balances estatales, poco o nada hemos conseguido. Se impone una combinación entre austeridad e inversión sensata que no hemos sabido desarrollar.

            La dependencia casi total en el crédito bancario, más incluso que la perniciosa servidumbre al sector constructivo y al consumo, ha sido lo que nos ha llevado a la parálisis económica. Sin el flujo que las entidades financieras otorgaban a las empresas para que funcionaran y el retraso inmoral en el pago, sobre todo, de las administraciones públicas, a los proveedores, han propiciado el estado de “suspensión de pagos” generalizado.

            Está claro que el viejo sistema no funciona. Las políticas de austeridad y contención del gasto tampoco. El aumento de la presión fiscal para reducir el déficit estatal han dado como resultado que la previsión del PIB iguale a nuestro desequilibrio financiero. Si no hay ingresos no se gasta pero si no se gasta no se puede comer y si no se come no se puede producir para que haya ingresos ya que estaremos muertos. En resumen: nos encontramos inmersos en un círculo vicioso en el que las cuentas no salen y lo único que aumenta es la cifra del paro.

            ¿Qué hacer? No creo que nadie discuta que reducir la deuda al máximo es necesario para disponer de fondos para otros fines y recobrar la liquidez pero, la siguiente pregunta que debemos plantear es, ¿la deuda de quién, del estado, de los bancos o de los ciudadanos? Tras las indecentes sumas de dinero que se han tragado los bancos seguimos sin entender cómo estos atracadores profesionales aún no tapado su “agujero negro” aunque a la vista de la “indigestión inmobiliaria” y la imposición de proveerse de fondos, o lo que es lo mismo, la obligación de tener dinero “real” en sus arcas para hacer frente a cualquier posible contingencia explicarían, en parte, que no tengan liquidez. Más difícil de entender es por qué en este país aún no se ha procesado a los responsables del Banco de España por dejación de sus funciones de supervisión.

            Obviamente, nuestros bancos aún no han saldado sus deudas con otras entidades financieras extranjeras, (que son las que están forzando las medidas de austeridad) y, además, les resulta más rentable invertir en la “deuda del estado” que arriesgarse con proyectos empresariales de resultado incierto, lo que explica que no fluya el crédito.

            La deuda del estado es otro saco sin fondo puesto que tanto los gobiernos autonómicos como los ayuntamientos han gastado más de lo que tenían y más de lo que, probablemente, podrán devolver durante generaciones. El intentar recaudar cada vez más mientras se hacen recortes en los gastos en un momento en el que los ingresos de las familias mengua y las necesidades sociales aumentan nos llevan a un punto muerto: seguimos sin tener dinero suficiente mientras la gente afronta situaciones desesperadas. 

            Las deudas de los ciudadanos ya son harina de otro costal. Indefensos, vemos cómo se atraca a mano armada a los ahorradores con la pantomima de las “preferentes” mientras se desahucia a quien pasa un mal momento en lugar de conceder moratorias hasta que vengan tiempos mejores.

            Una tras otra, las pequeñas, medianas y grandes empresas sucumben a sus deudas dejando a más personal en la calle. Los autónomos que ya han prescindido de sus trabajadores se baten en retirada cerrando sus negocios. Y aquellos que, cada vez miran más hacia el exterior, como única salida laboral presienten que la situación fuera no es tan idílica como la pintan.

            Pero, no podemos rendirnos. No podemos dejarnos llevar por la desesperación. Son tiempos difíciles, cierto, de incompetencia manifiesta de los que nos gobiernan, de casi todos los políticos, de los líderes sindicales, de los empresariales pero, sobre todo, de nosotros mismos porque la situación que nos rodea es el reflejo de nuestra ineptitud. Borrachos de bienestar, creímos que nunca llegarían los años de vacas flacas y ahora clamamos en busca de una solución milagrosa. Pues no la hay. Las sanguijuelas no son la cura sólo el síntoma más doloroso de que lejos de avanzar y evolucionar hemos vuelto a dar pasos atrás.

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