EL
CORAZÓN DEL VENCIDO COMO TROFEO DE GUERRA.
En cuanto una
persona tiene un comportamiento agresivo o salvaje se le califica como “animal”
o “bestia”, identificando de manera simplista las reacciones instintivas propias
de seres vivos sin “raciocinio” con la maldad pura y dura de los humanos que
son perversos per se. Sin embargo, por regla general, los animales sólo
utilizan la violencia para alimentarse o defenderse mientras nosotros podemos
hacerlo, por el puro placer de infligir un daño o disfrutar de un poder físico
sobre otro. La reafirmación personal recurriendo a lo más primitivo de nuestro
ser nos advierte de lo fácil que resulta retroceder milenios y lo difícil que
es avanzar, dotarse de leyes y mantener una convivencia pacífica, respetuosa
con la diferencia y tolerante ante la discrepancia.
Me
gustaría poder decir que el descubrimiento del horror que Ariel Castro
inflingió a tres jóvenes durante una década en su casa de Cleveland me ha sorprendido.
Lo cierto es que, tras casos como el del “Monstruo de Amstetten” o de Natascha
Kampusch, secuestros y violaciones prolongadas en el tiempo ya no parecen
crímenes extraños. Pero, el que no sorprendan no quiere decir que no horroricen
e indignen a cualquier persona normal. Obviamente, este tipo de canallas,
incapaces de mantener relaciones en condiciones de igualdad con personas del
otro sexo, recurren a la violencia, al sometimiento y a la fuerza bruta para
satisfacer no sólo sus bajos instintos sino para sentirse mejor con ellos
mismos. Seres mediocres que pasan por esta vida sin aportar nada a la sociedad
obtienen una retorcida forma de recompensa destrozando la vida de otras
personas, generalmente, adolescentes vulnerables y frágiles. ¿Algún animal se
comportaría de esta manera? Lo dudo.
Menos
extraño, aunque repito, no menos horrible, es conocer todos los crímenes y
atrocidades que se producen en los conflictos bélicos. En una guerra parece que
todo está permitido, en tanto en cuanto suponga agredir y humillar al enemigo, desde la utilización de armas especialmente crueles, pasando
por el bloqueo de alimentos y medicinas, hasta la aplicación de las más
terribles torturas, violaciones, etc. Siempre nos da la impresión de que
atrocidades como el holocausto judío no pueden volver a repetirse, que la
humanidad ha aprendido la lección pero, después nos enteramos de las limpiezas
étnicas en las guerras balcánicas, las masacres de kurdos y chiítas en Iraq, de
la brutalidad talibán en Afganistán, etc. y nos damos cuenta de que siempre hay
una posibilidad de empeorar.
Así
hace un par de días, vimos o intentamos ver, (porque la sensibilidad impide
terminar el visionado), las imágenes de un… ¿cómo calificarlo?, carnicero,
arrancándole el corazón a un enemigo abatido y mordiéndoselo y, entonces, sí
que resulta imposible hallar las palabras adecuadas más allá de la estupefacción, el dolor y la vergüenza. La guerra de Siria no es el
primero y, lamentablemente, no será el último enfrentamiento armado entre seres
humanos, sólo es uno de los que están abiertos y del que nos llegan
informaciones casi a tiempo real de manera cotidiana.
Desde que
existen testimonios escritos se han recogido multitud de relatos sobre la barbarie que engendra la guerra: desmembramientos, arrancado de la piel, del corazón, esclavitud,
prostitución, etc. Pero, que, en pleno siglo XXI, alguien sea capaz de repetir
un comportamiento propio de un hombre primigenio, cavernícola y, además se
regodee en ello como una manifestación más de su determinación a vencer al
enemigo asusta. La escalada de la violencia en Siria sigue sin freno, el
reguero de horror que deja a su paso no hace sino aumentar su caudal y cuanto
más se prolongue más se difuminará la causa que lo originó para convertirse en
una huida hacia delante en la que comerse el corazón del enemigo abatido puede
convertirse en una práctica habitual.
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