Se acercó a mí con
pasos temblorosos sujetando la bandeja como si le fuera la vida en ello. Con la
cabeza gacha y sin apartar la vista del vaso con el preciado zumo de naranja se
esforzaba por avanzar sin tropezar mientras, su compañera, veterana en estas
lides, no hacía sino darle indicaciones verbales de cómo cumplir con su tarea.
La joven, aturdida por las incesantes instrucciones, consciente de la mirada
inquisitiva de su jefa y atemorizada por el número de invitados que ocupaban la
terraza trastabilló, un par de metros delante de mí. Por fortuna, el brillante
líquido naranja no me alcanzó aunque dejó un pequeño charco sobre el suelo de
baldosa.
La joven filipina, consciente de que, en su estreno
laboral había cometido el peor error posible, se dejó caer a tierra para secar
el charco de zumo. Temblaba como una hoja. Instintivamente cogí un par de
servilletas de papel que había en una mesita cerca de mí y también me incliné
para limpiar el estropicio mientras le decía que no se preocupara, que no había
pasado nada y que con que me trajera otro vaso ya estaba solucionado el
problema. Al levantar la cara y mirarme fugazmente, sus ojos eran la viva
imagen del terror. Se alejó de mí a gran velocidad mientras su compañera
intentaba taparla para no “ofender” más a su jefa y a la invitada.
Me levanté con la intención de seguirla pero, mi
anfitriona me interceptó y distrajo con una nueva bebida. Nunca más volví a ver
la joven filipina pero, en el fondo de mi alma, en el rincón oscuro de los
remordimientos por los hechos que podía haber llevado a cabo mejor en mi vida,
me quedé con la inquietud de qué le habría pasado a la joven. Habiendo
presenciado otras situaciones parecidas en otros lugares del país de Oriente Próximo
en el que me encontraba y la reacción de los patrones mi inquietud estaba
justificada pero, conociendo a mi anfitriona esperaba que la reprensión sólo
fuera verbal.
Es una desgracia nacer pobre y sin opciones a una
educación que te permita encontrar un buen trabajo. Es mayor desgracia vivir en
un país superpoblado con decenas de millones de personas en la misma situación
de precariedad. Las posibilidades de salir adelante con dignidad no es que se
reduzcan exponencialmente, es que, simplemente desaparecen, más si se es mujer.
Filipinas, indonesias, cingalesas, sudanesas, egipcias, etc. se ven obligadas a
aceptar ofertas laborales con sueldos que a nosotros nos parecerían ridículos –
quizás no tanto en la situación económica actual - pero que, para ellas,
suponen auténticas fortunas con las que ayudar a sus numerosas y depauperadas
familias.
Así, en Oriente Próximo, o mejor dicho, en los países con
mayor capacidad adquisitiva, fundamentalmente, Arabia Saudita, los Emiratos
Árabes Unidos, Qatar y Bahrein se han convertido en la esperanza de un futuro
mejor para toda una gran masa de trabajadores y trabajadoras del sudeste
asiático. Dóciles y sumisas, estas personas son contratadas para realizar todos
los trabajos que los autóctonos consideran humillantes y degradantes. Poco
interés ha suscitado, sin embargo, su penosa situación, salvo por alguna
noticia eventual sobre el asesinato de alguna empleada doméstica a manos de sus
patrones o patronas en algún país árabe, hasta que las denuncias sobre las
inhumanas condiciones laborales y de alojamiento de los trabajadores de la
construcción en Qatar han aparecido en las portadas de los medios de comunicación
internacionales.
Los empleados, fundamentalmente, asiáticos, contratados
para construir las macro-obras de Qatar, no sólo sufren largas jornadas
laborales a la intemperie en un país donde las temperaturas alcanzan niveles
insoportables, carecen de las medidas de seguridad necesarias para desempeñar
puestos de alto riesgo – por altura, etc. -, viven hacinados en barracones sin
las mínimas garantías sanitarias, sino que, además, en algunos casos, no cobran
los salarios pactados, son despedidos sin finiquito y se les niega los permisos
de salida del país.
Por su parte, las
empleadas domésticas están sujetas a todo tipo de abuso físico y mental,
incluido el sexual, sin que la ley las ampare si no perciben los honorarios
pactados o no disfrutan los descansos precisos para cualquier ser humano. Así,
por ejemplo, la ley laboral de Arabia Saudita no reconoce a los empleados
domésticos los mismos derechos que a otros trabajadores. El sistema de permisos
de trabajo o visados ata a los empleados a sus empleadores, de tal manera que
si éstos no quieren, los trabajadores no podrán cambiar de trabajo ni abandonar
el país. Las empleadas que son violadas y, además, tienen la desgracia de
quedar embarazadas, casi nunca denuncian al agresor porque deben presentar
pruebas irrefutables de los abusos, algo no siempre factible y, además, los
procesos pueden prolongarse largos años durante los cuales no tienen
derecho a trabajar ni a ninguna asistencia.
¿Qué diferencia hay entre este comportamiento inhumano y
abusivo con el de la esclavitud practicada por los grandes terratenientes
americanos, la nobleza y alta burguesía europea o los señores chinos del siglo
XIX? Poca. Lo cierto es que, el ser humano, capaz de los más nobles
comportamientos, de los gestos más generosos y solidarios también puede
convertirse en el peor depredador para sus congéneres amparándose en su
superioridad física o económica.
Trasladada la necesidad a occidente, nos encontramos con
que quizás el tratamiento no sea tan brutal pero, con la excusa de la crisis
económica, se hunde y denigra, cada vez más, a las clases sociales más
desfavorecidas, las relaciones laborales
se han transformado en una nueva clase de esclavitud. Desde el intolerable
aumento de la trata de blancas, por lo que las mujeres más pobres, generalmente
muy jóvenes y confiadas, de países con graves desigualdades sociales de Europa
del Este, África o Sudamérica, son engañadas con promesas de empleos y
documentos para luego ser prostituidas y maltratadas hasta los contratos basura
por lo que los trabajadores desarrollan su actividad por muchas más horas de
las establecidas con sueldos ínfimos, el abuso está cada vez más extendido.
Cuando acaba de fallecer uno de los personajes que mejor
encarnaba la lucha por la igualdad y la dignidad de las personas, Nelson
Mandela, y se suceden los homenajes públicos a su persona pero, sobre todo, a
su ejemplo, quizás sería mucho más adecuado realizar menos celebraciones y
poner en práctica sus enseñanzas, persiguiendo los abusos, castigando el trato
inhumano y degradante y, sobre todo, erradicando las nuevas formas de esclavitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario