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Es común la opinión de que el desastre en el que se ha
convertido Oriente Próximo y el Magreb es el resultado del intervencionismo
extranjero, entendiéndose como tal, única y exclusivamente, al occidental. Siendo,
en gran medida, cierta esta afirmación, es preciso, en aras a la verdad,
ponderar una visión tan unívoca y simplista de la realidad. En primer lugar,
porque la influencia ejercida se extendió durante un cierto período de tiempo y
ahora ya no tiene la intensidad que justificaría esta aseveración y, en segundo
lugar, porque en el tablero de esta región, hay nuevos y muy importantes
jugadores.
Esta
parte del mundo siempre ha estado sometida a los grandes imperios que han ido
conquistado el territorio de manera sucesiva a lo largo de los siglos. Tanto el
Magreb como Oriente Próximo, - y para el caso, el resto del mundo - son el
resultado de los diversos fenómenos históricos que han tenido lugar, entre los
cuales, hay que destacar la ocupación, colonización y dominio de las diversas
civilizaciones que han ido surgiendo y desapareciendo en el tiempo.
Cuna
de la civilización, en sus entrañas se hunden las raíces del trascendental paso
evolutivo de la prehistoria a la historia. Los yacimientos arqueológicos de
Jarmo en Iraq o Göbekli Tepe en Turquía, por ejemplo, son objeto de una investigación
intensiva para determinar cómo el homo sapiens dejó de ser cazador y recolector para iniciar el proceso de sedentarización cultivando
alimentos y criando ganado. De sobra conocidos son los enclaves de Ur,
Babilonia o Gizah cuyos restos arquitectónicos nos trasladan al origen de los
grandes imperios de hace miles de años y el inicio de la escritura, hito
trascendental para la aparición de culturas y civilizaciones. Menos famosa pero
no menos relevante es Erbil, la antigua Arbala, hoy Hawler, la capital kurda en
el norte del actual Iraq, cuya ciudadela ha sido habitada de manera continuada
durante más de 6.000 años, etc.
El paso de los griegos, la llegada del Islam, la
aparición del imperio Omeya, el Abásida, la devastación de las dos grandes
oleadas mongolas, la rivalidad secular entre persas y otomanos, etc. todos
dejaron una huella muy clara en las poblaciones que habitaban estos
territorios. Poblaciones muy heterogéneas, donde etnias diversas se mezclaban
con confesiones variadas pero, claramente definidas en dos grupos: la urbana,
minoritaria, y la rural, mayoritaria.
Sería
la rural, nómada y en simbiosis constante con el desierto, la integrada por los
conocidos beduinos, la que marcaría la personalidad y la cultura de gran parte
de la Península Arábiga, fundamentalmente, la central. Dedicados al pastoreo
nómada y al comercio pero, sobre todo, al saqueo, los beduinos siempre se han
regido por su propia ley, - a partir del siglo VII, claramente influenciada por
el Islam -, manteniéndose al margen de los sucesos que tenían lugar en las
grandes urbes de su entorno, como Baghdad, Damasco, Jerusalén o el Cairo. El
inicio del Imperio Otomano en 1299 apenas si supuso ningún cambio en su forma
de vida. Pobres habitantes de los lugares más inhóspitos del planeta no
constituían un objetivo interesante para los otomanos, - excepción hecha de la
protección de las caravanas que cruzaban por su territorio - más centrados en
áreas más ricas y con mejor clima.
Cuando
en 1744, un estudiante religioso que ni siquiera terminaría el currículo, Mohamed
ibn Abdul Wahab buscó refugio en la localidad de Dariya, - en el centro de la
Península Arábiga - tras ser expulsado de la Meca por propagar una doctrina herética
del Islam, y fue acogido por el emir de dicha zona, Mohamed ben Saud, daría
comienzo una era que marcaría de manera singular el devenir de Oriente Próximo
pero que, sin embargo, nunca ha recibido la atención que se merece. La alianza
de los belicosos y ambiciosos ben Saud con el clérigo ibn Abdul Wahab supondría
la unión de la fuerza con la religión en pos del dominio absoluto de la
Península Arábiga. Un dominio caracterizado por la purga religiosa y la
aplicación de una interpretación rigorista y, en muchos casos, tergiversada de
los preceptos coránicos mediante el uso de la fuerza y que permitiría la
instauración del Emirato de Dariya hasta 1818.
La
violenta conquista de La Meca y Medina, donde no sólo destruyeron ídolos y
tumbas de santos, sino, incluso la de Mahoma hizo que el sultán otomano enviara
a su mejor hombre, Mohamed Alí, el conquistador de Egipto, a destruir la casa
de los Saud. Ibrahim Pachá, el hijo de Mohamed Alí, se aplicó a fondo en la
tarea, reconquistando una tras otras todas las localidades hasta que alcanzó
Dariya, la capital del reino saudita. Tras un asedio de meses, ésta se rindió
en septiembre de 1818. Ibrahim la arrasó, apresó a todos los miembros de la
casa Saud que pudo y ajustició al líder de la familia, Abdullah ibn Saud, cuya
cabeza cortada fue lanzada al Bósforo.
Tras
este terrible revés, los supervivientes de la casa Saud y los Abdulwahab
lograron recuperar cierto terreno poniendo en marcha un segundo reino desde 1824 a 1891.
Tras un período caótico, Abdul Aziz ibn Saud iniciaría una nueva fase de conquista
en 1902 que culminaría con el reconocimiento del estado saudí en 1932. Una tras
otras las tribus vecinas fueron sucumbiendo por la fuerza o aceptando formar
una alianza con ibn Saud, excepción hecha de la familia Hachemita instalada en
la zona occidental de la Península Arábiga, bajo cuyo control se encontraban
Meca y Medina y cuyos ancestros pueden trazarse hasta el 511 a.C., es decir, al
tatarabuelo del profeta Mahoma.
Desde
el siglo X, la familia hachemita ostentaba el cargo religioso de Sharif de la
Meca y el político de Emir. Este puesto solía ser determinado por el sultán de
Estambul, de tal manera que, en 1908 fue nombrado Hussein ben Alí. Su
animadversión al movimiento de los Jóvenes Turcos que se habían hecho con el
poder y la presión del gobierno británico le incentivaron para rebelarse contra
los otomanos en 1916, iniciando lo que se denominaría la Gran Revuelta Árabe.
Mientras Hussein iba asumiendo una mayor relevancia en la esfera internacional
como adalid de la causa árabe, ibn Saud seguía en su proceso de conquista de la
Península Arábiga. El éxito de ibn Saud supondría el desalojo de los hachemitas
de Meca y Medina y, como ya hemos dicho, el reconocimiento del Reino de Arabia Saudita
en 1932.
El
descubrimiento de inmensos yacimientos petrolíferos en la región de al Hasa en
1938 haría que un proceso, inicialmente, sin gran trascendencia internacional,
salvo por dejar a la familia Hachemita, aliada de Gran Bretaña, sin reino,
tuviera unas consecuencias cruciales en el devenir de Oriente Próximo. Unas
consecuencias de tal calibre que permiten suponer que de no haber triunfado ibn
Saud sobre los hachemitas quizás hoy no estaríamos hablando de terrorismo
islámico pero, de eso hablaré en la segunda parte de este artículo.
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