Número de refugiados sirios en los países vecinos. Fuente: Wikipedia. |
No recuerdo nada de la
ciudad. Que yo sepa sólo he estado una vez en mi vida y, para eso, en tránsito
cuando apenas tenía tres o cuatro años. Décadas después perdí la oportunidad de
visitar el país durante un viaje a Oriente Medio. Hoy lo lamento. Lo lamento
porque, al igual que guardo grabadas en mi memoria las imágenes del Baghdad de
finales de los setenta y comienzos de los ochenta, su época de esplendor antes
del ocaso posterior, hubiera podido atesorar en mi recuerdo la visión de la
otra mítica ciudad de Oriente Próximo: Damasco. Pero, así es la vida, las
circunstancias nos empujan en una determinada dirección y las decisiones marcan
nuestro destino, a veces para bien, otras para mal.
Tuve la fortuna de vivir en mi infancia y adolescencia en la
que fuera gran capital Abasida y, en su momento, la ciudad más viva y con mejor
nivel de vida de Oriente Próximo. Y no he vuelto. Ninguno de mis seres queridos
vive allí y prefiero conservar en mi retina el estallido de ocres, amarillos,
naranjas y rojos de los amaneceres y atardeceres en el desierto, el resplandor
tranquilo de un millón de estrellas sobre el terciopelo negro de un cielo
siempre despejado, la mezcla de los aromas de la especias, la arena y el sudor
en mi pituitaria, el gusto único del zumo de granada a la orilla del Tigris, el
delicioso sabor de los kebabs callejeros o la dulzura del desayuno de los
viernes, el kahi con guemar. Todo eso y muchísimas cosas más son parte de ese
patrimonio que sólo el olvido podrá arrebatarme. Ese patrimonio inmaterial que
todos poseemos y deberíamos atesorar es, prácticamente lo único que queda de
Damasco y del resto de Siria. Imágenes grabadas a fuego, amor y dolor en la
retina de los millones de sirios obligados a abandonar sus hogares, sus
familias, sus raíces y que hoy vagan por el mundo en busca de un cobijo que
nadie parece capaz de ofrecerles con la dignidad que cualquier ser humano se
merece.
Desde marzo de 2011 Siria vive sumida en el caos de una
guerra civil. Al principio, los dos bandos contendientes estaban bastante
definidos, por una parte, el Ejercito
Sirio de Bashar al Asad
y, por otro, el Ejército
Sirio Libre de la oposición. Pero, poco a poco, en
el maremágnum de partidos y facciones étnicas y religiosas de la oposición, que
integran la Coalición
Nacional Siria – cuyo nombre oficial es el de
Coalición Nacional para la Revolución Siria y las Fuerzas de la Oposición – empezaron
a surgir discrepancias que debilitaron a los que querían expulsar al Asad. Por
si fuera poca esta disensión, el 22 de noviembre de 2013, además de la variedad
de grupos terroristas islamistas como el violento Frente
al Nusra y las diversas facciones salafistas, apareció un
tercer contendiente: el Frente
Islámico, aparentemente financiado y apoyado por Arabia
Saudita. A los que hay que añadir la cooperación con Al Asad de Hezbollah,
el grupo terrorista chiíta financiado por Irán y que está instalado en Líbano. Pero,
el golpe de gracia, el elemento más desestabilizador y el que, sin duda, tiene
una responsabilidad crucial en el éxodo masivo de refugiados kurdos, iraquíes y
sirios a Europa, es Daesh,
el grupo terrorista islamista que, desde su irrupción en abril de 2013 se ha
hecho con casi la mitad occidental de Siria y controla el tercio noroccidental
de Iraq desde junio de 2014.
El
complejo entramado de alianzas se agrava aún más por las rivalidades étnicas y
religiosas: musulmanes sunitas frente a chiítas, musulmanes frente a
cristianos, cristianos ortodoxos frente a otras variantes, árabes frente a
kurdos, etc.
A este mosaico de bandos enfrentados donde es casi imposible
determinar quién controla qué territorio, donde las alianzas además de
precarias son volubles, se superpone la telaraña de apoyos externos a
cada bando. De tal manera que, mientras el régimen de Bashar al Asad es apoyado
decididamente por Irán, al pertenecer aquel a la secta Alawita, una variante
del chiísimo que lidera Teherán y también por Rusia y China, al Frente Islámico
le apoya Arabia Saudita y a Daesh, que se sepa, algunos ricos empresarios
sauditas y Turquía. Estos apoyos externos son los que han hecho que un
conflicto que debiera de haber finalizado con el triunfo de la oposición a principios
de 2012 se haya convertido en el desastre de hoy en día.
Los sucesivos vetos de Rusia y China, en el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas, a las diversas propuestas de imposición de
sanciones al régimen de Bashar al Asad se enmarcan en los históricos intereses
que la URSS tenía y tiene en Siria y a al expansionismo y aspiración de mayor influencia estratégica de China.
Tras
los procesos independentistas de finales de los cincuenta y principios de los
sesenta del siglo pasado en Oriente Próximo, los países donde triunfaron los golpes
de estado militares como Egipto, Iraq y Siria, se aproximaron a la órbita
soviética en busca de apoyo económico y político, equipamiento militar y formación
cualificada. Imbuidos de un aparente talante socialista, los nuevos dirigentes
de estos países intentaron alejarse de la órbita británica y estadounidense por
sus connotaciones colonialistas.
Si
el General
al Baker,
en 1968 y el Coronel Hafiz al Asad en 1970, al
hacerse con el poder en Iraq y Siria respectivamente, imponiendo su dictadura
militar con la pátina política del Partido Baaz Árabe Socialista, mantuvieron
una estrecha alianza con la URSS, no se puede decir lo mismo de Egipto, país
que, tras el fallecimiento de Nasser en 1970, pasó a estar al mando de Anwar
al Sadat
quien se alejó de la URSS y se aproximó a USA e Israel, lo que cristalizaría en
los Acuerdos de Camp David
de 1978.
Pero, la evolución de Iraq desde los setenta es la crónica del desatino y la caída al infierno de la desesperación. La invasión de 2003 que acabó con el régimen de Saddam Hussein supuso la ruptura de los lazos de larga amistad con la URSS y después Rusia pero no ocurrió lo mismo con Siria. El último bastión que los rusos han conservado hasta ahora en Oriente Próximo. Y es este valor estratégico junto con la utilización de la base naval siria en el Mediterráneo de Tartus, así como la renovada lucha por la primacía mundial lo que impele a Putin a mantener a Al Asad en el sillón presidencial de Damasco. A Irán, es la afinidad religiosa y la lucha también por el dominio en el ámbito musulmán lo que también le ha empujado a ayudar a Al Asad. Y, en cuanto a China, en fin, la nueva potencia mundial quiere estar en todos los sitios, aunque sea en el bando que no defiende la democracia.
Pero, la evolución de Iraq desde los setenta es la crónica del desatino y la caída al infierno de la desesperación. La invasión de 2003 que acabó con el régimen de Saddam Hussein supuso la ruptura de los lazos de larga amistad con la URSS y después Rusia pero no ocurrió lo mismo con Siria. El último bastión que los rusos han conservado hasta ahora en Oriente Próximo. Y es este valor estratégico junto con la utilización de la base naval siria en el Mediterráneo de Tartus, así como la renovada lucha por la primacía mundial lo que impele a Putin a mantener a Al Asad en el sillón presidencial de Damasco. A Irán, es la afinidad religiosa y la lucha también por el dominio en el ámbito musulmán lo que también le ha empujado a ayudar a Al Asad. Y, en cuanto a China, en fin, la nueva potencia mundial quiere estar en todos los sitios, aunque sea en el bando que no defiende la democracia.
¿Y qué pasa con EEUU y Europa? ¿Qué
piensa occidente de la situación de Siria?
Siria
lleva décadas en la lista negra de los países enemigos de la democracia y, por
lo tanto, no aliados, no posee recursos petrolíferos que lo hagan interesante
desde el punto de vista económico y está conformado por una población que,
queriendo o no, ha vivido sometida a un férreo régimen dictatorial y, por lo
tanto, de dudosa afiliación ideológica, no parece un objeto de preocupación
relevante para la estratégica del hinterland europeo. O, al menos, no lo
parecía hasta hace unas semanas.
Antes de que se iniciara el conflicto, en Siria había, al
menos 200.000 refugiados palestinos, sobre todo en el barrio de Yarmouk a las
afueras de Damasco, pero también 1.200.000 de iraquíes, de los cuales, unos
200.000 todavía permanecían en el país en 2012[1].
Hoy las estadísticas que se barajan son sobre los refugiados sirios. Se calcula
que la población actual de Siria oscila entre los 22 y 23 millones. De estos,
se estima que hay más de 7 millones de desplazados internos y 4 millones de
refugiados: 1,2 millones en Líbano, 650.000 en Jordania, 1,9 millones en
Turquía y 250.000 en Iraq[2].
Pero, obviamente, estas estimaciones son sólo eso, estimaciones, ya que las
dificultades para trabajar sobre el terreno y la movilidad de los refugiados
impiden llevar unas estadísticas precisas.
A estos refugiados sirios, todos en situación desesperada
porque han perdido sus hogares, sus trabajos, y son víctimas de todos los
grupos enfrentados, hay que añadir los
desplazados y refugiados iraquíes, entre los que destacan, los más de 200.000 yazidíes
y más de 100.000 refugiados de la provincia de Anbar[3]
pero a los que deben sumarse todos los que han huido de las provincias norteñas
por temor a Daesh. Como consecuencia de ello, el Kurdistán iraquí, con una
población de unos 5 millones de habitantes, ahora mismo acoge a más de dos
millones de refugiados provenientes tanto de Siria como del propio Iraq, lo que
hace que su situación sea totalmente insostenible. En los campamentos de
refugiados de Turquía los sirios dicen estar sometidos a un régimen carcelario
totalmente incompatible con su situación de precariedad humanitaria.
Las cifras son espeluznantes. Millones de personas sin
hogar, sin trabajo pero, sobre todo, sin seguridad se han visto abocadas a
huir de sus ciudades y pueblos en una larga marcha a ningún lugar. Los países
limítrofes con Siria, hasta ahora han hecho lo que han podido pero, ellos
mismos en situación precaria, ya no pueden acoger más, mientras los ricos
estados de la Península Arábiga: Arabia Saudita, Qatar, los Emiratos Árabes
Unidos y Omán miran hacia otro lado, preocupados tan solo por la creciente
influencia de Irán.
¿Qué haríamos nosotros
en su lugar? O aún mejor, ¿qué hemos hecho nosotros en el pasado?
Un
simple vistazo a la historia reciente debería de recordarnos que Estados Unidos
se ha nutrido de los emigrantes europeos que huían de la represión política,
religiosa y la penuria económica. Tras la Primera y Segunda Guerra Mundiales,
millones de personas se vieron abocadas a huir de sus países devastados. Los
españoles, fundamentalmente, gallegos, extremeños y andaluces pero también los
portugueses, italianos y griegos han emigrado durante décadas a los prósperos
países del norte de Europa en busca de sustento para ellos y sus familias.
Desplazarse en busca de seguridad, refugio y trabajo es un instinto tan básico como un derecho natural.
Pero, en Europa parece que nos hemos olvidado de ello. Así las
guerras, los refugiados y las desgracias de los últimos años sólo eran una terrible desgracia que
presenciábamos en las noticias televisadas y sobre las que nos lamentábamos y,
a veces, solidarizábamos hasta que, de repente, nos encontramos que ya no se
trataba de algo lejano sino que ya había llegado a nuestras costas.
La vieja, civilizada y organizada Europa, tan dividida ahora
como hace cien años a pesar de la aparente unión, ha dado un terrible traspiés
humanitario. Pero, esto es lo que ocurre cuando no te decides a actuar y a
hacerlo con todas las consecuencias. Esto es lo que ocurre cuando intervienes
en un país para echar a un dictador pero sin un plan para encauzar después al país hacia un camino que pueda recorrer por su propio pie en lugar de sumirse en el caos de
la guerra civil como en Iraq o Libia. Esto es lo que sucede cuando te amedrenta
irritar a Rusia porque tienes el conflicto de Ucrania sin resolver y no quieres
abrir más frentes de batalla. Esto es lo que ocurre cuando, en lugar de
estadistas, de gestores humanos tenemos políticos mediocres incapaces de
trabajar más allá de las próximas elecciones.
De repente nos encontramos con cientos de miles de personas
desesperadas que nos piden ayuda, confiando en que se la daremos y, en su
lugar, les construimos vallas y los echamos a patadas. Obviamente acogerlos a
todos es inviable por lo que algo habrá que hacer, algo desagradable, costoso en
términos de esfuerzo diplomático pero sobre todo militar y, de momento, no
parece que nadie esté dispuesto a mancharse las manos.
¿Hasta cuando?
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