Aunque parezca mentira, la grave crisis de refugiados que estamos
viviendo ahora, la terrible amenaza del terrorismo yihadista que nos persigue
como una sombra perniciosa, el caos general que se vive en el Magreb y Oriente
Próximo no son fenómenos recientes ni son el resultado de acontecimientos
inesperados. El colapso de la distribución del territorio que el Imperio
Otomano controlaba en la región del norte de África, Mesopotamia y la Península
Arábiga, realizada por británicos y franceses, antes incluso de que hubiera
rematado la Primera Guerra Mundial con el Acuerdo
Sykes – Picot de 1916, sancionado después con el Tratado de Sèvres de
1920 y el Tratado de
Lausana de 1923, fue la consecuencia de la creación de una
estructura de países que poco o nada respectaban las realidades poblacionales
que las habitaban y el establecimiento de gobiernos autoritarios. La escisión
del Líbano para crear un estado fundamentalmente cristiano con una gran
extensión de costa en el Mediterráneo Oriental y la creación de Palestina,
Transjordania, Iraq y Siria respondieron a intereses económicos, políticos y
fundamentalmente estratégicos de las potencias europeas.
Durante más de tres décadas, es decir, desde el fin de la
Primera Guerra Mundial hasta el remate de la Segunda, los nuevos estados árabes
sufrieron importantísimas transformaciones sociales, sobre todo, en el ámbito
de la educación y el acceso a la información. La formación de ejércitos
profesionales y la creación de universidades con programas de estudios modernos
y occidentalizados acercaron a las generaciones jóvenes a la cultura
occidental. Mientras, los gobiernos occidentales se beneficiaban de la
explotación de los recursos petrolíferos de la zona y fomentaban el comercio,
las infraestructuras de transporte y la urbanización. Pese al aparente
progreso, los beneficios económicos sólo repercutieron en las grandes
corporaciones occidentales y en las
élites autóctonas lo que perpetuó, cuando no agravó, las graves desigualdades
sociales.
La toma de conciencia de la injusticia que suponía el mantenimiento de las desigualdades sociales y la pobreza generalizada así como
el acceso a información y educación fomentó la aproximación de la juventud y
numerosos intelectuales hacia las ideologías de izquierdas como rechazo al
liberalismo occidental y por la consideración de que eran mucho más sociales y
justas. En el marco de la guerra fría, la URSS aprovechó este descontento para
fomentar el desarrollo de organizaciones y partidos pro-socialistas, cuando no
directamente comunistas, aún en la clandestinidad, cuyo activismo colaboraría
de manera muy relevante en la formación de otras entidades y organizaciones
políticas. Organizaciones que acabarían por lograr, mediante golpes de estado
liderados por jóvenes oficiales, los denominados “Oficiales
Libres” la independencia real de estos países sometidos al dominio colonial británico y francés, como por ejemplo, Nasser
en Egipto en 1952 y Qassem
en
Iraq en 1958. Estos nuevos líderes eliminaron las monarquías pro-occidentales e
instauraron repúblicas. Entre tanto, Siria se debatió en una sucesión de golpes
de estado desde 1949 a 1970, Argelia afrontó una larga y sangrienta guerra de
independencia contra el yugo francés de 1954 a 1962 y Yemen del Norte y Yemen
del Sur se enfrentaron en una guerra civil hasta la unificación de1990.
Pero las expectativas que estos nuevos líderes autóctonos
defensores del nacionalismo árabe, del socialismo y, aparentemente laicos,
crearon en las poblaciones se vieron defraudadas cuando derivaron en terribles
dictaduras militares que perpetuaron no sólo la injusticia social sino que, además,
institucionalizaron la privación de los derechos y libertades esenciales.
La llegada de una nueva hornada de caudillos militares como
el iraquí Al Baker
en 1968, el sirio Asad
en 1970 y el libio Gadafi
en 1970 y el asentamiento de las monarquías de Arabia Saudita, del Golfo
Pérsico, Jordania y Marruecos consolidaría la trayectoria antidemocrática tanto
del Magreb como de Oriente Próximo.
En este entorno, la religión, el Islam, el único factor de
continuidad se erigió como la gran alternativa ideológica para una población
subyugada, descontenta y sin atisbos de mejora o progreso. Mediante el fomento de
la puesta en marcha de escuelas coránicas y organizaciones caritativas
islámicas, con la financiación de la gran Universidad de Al Azhar en el Cairo e
incluso facilitando el acceso al crédito sin usura mediante la creación de
bancos, Arabia Saudita se erigió en el valedor del fenómeno de islamización que
aspiraba a contrarrestar el laicismo de las dictaduras militares. Gracias a su
apoyo los Hermanos Musulmanes sobrevivieron a las políticas represivas de todos
los países.
En este entorno de descontento, de paulatina islamización de
las capas de la población más pobre y los universitarios infra-empleados y los jóvenes encarcelados por su militancia islamista, sobre
todo, en Egipto, se convirtieron en el caldo de cultivo de un fenómeno que,
desde finales de la década de los sesenta pero, sobre todo, a partir de los
setenta, fue consolidándose como el mayor foco de violencia e inestabilidad en
el Magreb y Oriente Próximo: el terrorismo islamista. En cada país, adquiriría
una nomenclatura y un desarrollo diferente pero, todos los grupos terroristas
islamistas, son el resultado del fracaso colectivo e individual de los
autóctonos y de la Comunidad Internacional por encauzar el proceso de
asentamiento de las nuevas naciones y de una distribución más justa de la
riqueza.
En
este explosivo entorno, el comienzo de la desestabilización de Oriente Próximo
y el origen del fenómeno del yihadismo arrancaron de la denominada Primera
Guerra de Afganistán iniciada en 1978 con la invasión soviética de este país.
Este conflicto, uno de los últimos coletazos de la “Guerra
Fría” que enfrentó a la URSS y EEUU tras el fin de la Segunda
Guerra Mundial, convirtió en campo de batalla a un país débil y
desestructurado, con grandes recursos mineros pero de imposible orografía. Tras
la retirada soviética (1989), comenzaría una guerra civil entre facciones
afganas que se saldaría con la victoria de los radicales Talibanes en
1996 quienes impusieron su “Emirato
Islámico”.
A
miles de kilómetros de distancia, la victoria electoral de los islamistas y la
interrupción del proceso de relevo político orquestado por las élites
tradicionales y el ejército también sumió a Argelia, durante la década de los
noventa, en una guerra sangrienta donde se enfrentaron, el gobierno dictatorial
y los diversos grupos islamistas, fundamentalmente, el Ejército Islámico de Salvación
y el Grupo Islámico Armado.
Entre
tanto, Saddam Hussein, acorralado por la ruina y a la imposible recuperación de
la guerra de ocho años que le había enfrentado con Irán (1980 – 1988), decidió
invadir Kuwait en agosto de 1990 lo que derivó en la Guerra del Golfo de 1991
y más de una década de sanciones económicas para una población que ya había
sufrido lo indecible con el conflicto bélico anterior, hasta la invasión
internacional de 2003.
La
instalación de numerosas tropas norteamericanas en Arabia Saudita para llevar a
cabo las maniobras contra el ejército de Saddam Hussein airó a los veteranos
retornados de Afganistán quienes consideraban que la llegada de estos
occidentales mancillaba la tierra más sagrada para el Islam, añadiendo un
agravio más al intolerable conflicto palestino. Entre estos veteranos se
encontraba Osama
bin Laden quien, como ya es bien sabido, acabaría siendo uno
de los líderes de la red terrorista islamista de Al
Qaeda y orquestaría los atentados del 11 de septiembre de
2001 en Estados Unidos.
De
manera paralela, la caída del muro de Berlín en octubre de 1990 marcaría el
inicio del desmantelamiento de la Unión Soviética y un proceso de reconfiguración
internacional, con la independencia de numerosas ex – repúblicas soviéticas – y
alguna que otra guerra civil como la de Chechenia - y la aproximación de los
países de Europa del Este a la Unión Europea, lo que dejó a Estados Unidos como
único líder mundial, al menos, desde el punto de vista militar.
Este
liderazgo de un par de décadas está siendo ahora cuestionado por una Rusia que
aspira a recuperar peso político en la esfera internacional de manos del nuevo
Zar, Vladimir Putin.
Y lo cuestiona con su participación en dos enfrentamientos bélicos de desigual
efecto en su política exterior, las guerras civiles de Ucrania y de Siria.
Ambos son el reflejo de la tradicional ambición expansionista de los rusos ya
que éstos siempre se han esforzado por conservar el control sobre la Península
de Crimea y también han intentado establecer zonas de influencia en Oriente
Próximo. Hoy la frontera entre Ucrania y Rusia está inmersa en un conflicto que
no tiene visos de rematar en breve mientras el inicio de los bombardeos por
parte de la aviación y el lanzamiento de misiles desde Rusia a Siria amenaza
con restablecer el poder de Bashar
al Asad al atacar, de manera indiscriminada, tanto
ubicaciones de la oposición como de los terroristas islamistas.
El
rechazo continúo de Rusia a todas las medidas de presión a al Asad propuestas
por la Comunidad Internacional ha permitido que la guerra civil haya continuado
mientras hacía su irrupción un nuevo contendiente tan sádico como Daesh.
Como resultado de la inacción de la Comunidad Internacional y del veto ruso,
iraní y chino, hoy millones de personas avanzan desde Siria y otros países de
Oriente Próximo en una larguísima columna en busca de refugio en Europa, peones
prescindibles de un tablero de juego cuya partida se dirime en los despachos al otro lado del mundo. La responsabilidad de Rusia en el agravamiento
de la guerra civil, de la entrada de Daesh y, ahora, del paulatino
defenestramiento de la oposición siria es tan evidente como patéticos los
intentos occidentales por llegar a un acuerdo, con un Al Asad crecido gracias al apoyo, ruso para frenar esta sangría.
With Google translation I read. It's great.
ResponderEliminarThanks Fatma.
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