BRASIL Y TURQUÍA EN LAS CALLES.
Buscar puntos
comunes entre las manifestaciones que tienen lugar en Brasil y en Turquía no
parece un análisis muy habitual. Comparar los antecedentes y las circunstancias
conlleva un acercamiento que muchos analistas rechazan, obviamente, de manera
interesada, porque resta importancia a las “especificidades” de cada uno. Puede que los
diferentes entornos hagan pensar que los movimientos son muy diferentes pero,
la realidad es que, a pesar de producirse en continentes muy distintos y distantes
entre sí, en poblaciones con una cultura y una historia sin nada en común, y
con una diferencia temporal, son más las coincidencias que las divergencias,
sobre todo, porque es el descontento de la sociedad civil con el funcionamiento
de las instituciones políticas y, fundamentalmente, el hastío con la corrupción
y la sensación de ser “dirigidos” contra su voluntad y, en función de intereses
espurios lo que ha hecho salir a brasileños y turcos a las calles.
Las
manifestaciones sociales no suelen ser fenómenos espontáneos surgidos de la
nada. Para estos masivos movimientos de población siempre hay un catalizador.
En el caso turco fue la inminente destrucción del Parque Gezi, al lado de la
emblemática Plaza Taksim de Estambul, en el caso brasileño, la subida del
precio de los transportes públicos. En el primero, fue la imposición
dictatorial de una decisión política la que airó a la población porque, detrás
de ella se encontraba, la voluntad del gobierno islamista de erradicar un foco
de libertad, mientras que en el segundo, fue la percepción de que, frente al
despilfarro en obras faraónicas para la construcción de centros deportivos se
agravaba la penuria económica de la parte de la población más desfavorecida.
Además
de extenderse en los dos países, por diferentes ciudades como un reguero de
pólvora y dilatarse en el tiempo, la violenta y contundente reacción de la
policía turca frente a la brasileña, que sólo actúa para contrarrestar a los
elementos agresivos de las concentraciones, nada parecen tener en común. Pero,
eso es sólo en apariencia.
En
ambos países, la situación económica ha mejorado sustancialmente en la última
década, siendo quizás, más aparente en Brasil donde el volumen de la bolsa de necesidad era mayor. Brasil tiene una población de unos 192 millones frente a los
76 de Turquía, el PIB del primero es de más de 12.300 US$ frente a los 10.575
del segundo. El porcentaje de la población de Brasil que es pobre ha descendido
al 20% en los últimos diez años lo que supone que unos 16,4 millones de
brasileños han dejado de pertenecer al grupo de la pobreza extrema. En Turquía la
pobreza según el Centro de Investigación Económica y social de la Universidad de Bahçeşehir ha pasado del 25,1%, en 2006 al 19,1% en
2010, teniendo en cuenta que, en el sureste del país, la depauperada zona
kurda, la pobreza sigue golpeando a un 35% de la población.
Legendaria es
la pésima situación de las favelas que han ido surgiendo en las zonas
periféricas de las principales ciudades brasileñas hasta convertirse en mareas
de infraviviendas ascendiendo por las faldas de las montañas sin
infraestructuras pero, sobre todo, sin seguridad. Brasil, un país donde la
exuberante naturaleza más que una riqueza se ha erigido en un inconveniente de
progreso y donde abundan los recursos naturales mal explotados, donde el
progreso y el bienestar de unos pocos se ha hecho a costa de una mayoría
depauperada, ha sufrido durante décadas la lacra de la corrupción política y
económica. La llegada de Lula da Silva, a pesar de los escándalos de corrupción, permitió revertir el camino,
redistribuyendo la riqueza entre los más pobres. Pero, las necesidades eran
demasiadas y el tiempo siempre parece ir en contra de las buenas intenciones.
Así que, ahora que Dilma Roussef, sucesora ideológica de Lula, ha ido aportando
su granito de arena para estabilizar y mejorar económicamente el país, los
ingentes gastos que la preparación del Mundial de Fútbol de 2014 y las
Olimpiadas de Verano de 2016 suponen y los escándalos derivados de los sobre
costes, han irritado a los brasileños que consideran que es más importante el
pan para ellos que los fastos para otros. ¡Y tiene razón! Vaya si la tienen.
El salto de
casi veinte millones de brasileños de la clase social más pobre a la media no ha ido
acompañado de la necesaria oferta en infraestructuras sociales, tales como la
salud, la educación y el transporte. Los constantes escándalos de corrupción y
el sobre coste de las inversiones han acabado por adueñarse de las
reivindicaciones brasileñas.
La
implementación de la praxis empresarial de Erdogan a las estructuras estatales
de Turquía ha reactivado el comercio y la industria, la exportación y el
consumo aunque casi un 20% de los turcos viven por debajo del umbral de la
pobreza y todavía hay casi cuatro millones de emigrantes trabajando en el
exterior. Pero, el bienestar económico que ha permitido una cómoda reelección
al islamista sólo ha acallado el creciente descontento de una sociedad
acostumbrada a un modo de vida más liberal y progresista que el que quieren
imponer. Los modos autoritarios, casi dictatoriales de Erdogan, para quien,
aquel que no está contra él es, automáticamente un mal musulmán y un vago o
maleante han acabado por airar incluso a sus partidarios.
En el fondo,
las protestas de brasileños y turcos presentan más similitudes que diferencias.
Tanto Brasil como Turquía son países en desarrollo, por mucho que el primero
sea calificado como emergente y el segundo sea miembro del selecto club de la
OTAN. En ambos, la democracia ha sufrido
altos y bajos, han vivido períodos semi – dictatoriales a lo largo del siglo
XX, pese a la sustancial mejora económica las desigualdades sociales son muy
importantes, los pobres siguen siendo casi un cuarto de la población, y el
distanciamiento entre los políticos y los ciudadanos y sus necesidades es cada
vez mayor. En definitiva, el mayor acceso a la educación y a la información
hace que los ciudadanos sean más conscientes de sus derechos y necesidades así
como de los fallos de sus gobiernos y, por lo tanto, de su capacidad para
exigir lo que les corresponde cuando las urnas no dan las respuestas adecuadas ya sea en Brasil o en Turquía.
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