Cuando el 9 de octubre 2009 la Academia noruega,
comunicaba la adjudicación del premio Nobel de la paz a Barak Obama,
a la sazón presidente, casi recién estrenado de Estados Unidos, muchas fueron
las voces críticas a esta decisión. La academia justificó este galardón
manifestando que: “Obama, como presidente, ha creado un nuevo clima en
la política internacional. La diplomacia multilateral ha recuperado una
posición central, con énfasis en el papel que, las Naciones Unidas y otras instituciones internacionales,
pueden desempeñar. El diálogo y las negociaciones son preferidos como
instrumentos para resolver incluso los conflictos internacionales más
difíciles. La visión de un mundo libre de armas nucleares ha estimulado
poderosamente las negociaciones de desarme y control de armamentos.
Gracias a la iniciativa de Obama, los EE.UU. ahora está jugando un papel
más constructivo en el cumplimiento de los grandes desafíos
climáticos que el mundo afronta. Democracia y derechos humanos han de ser
reformados.”[1]
Obviamente la crítica principal a la concesión de
este galardón, el tercero otorgado a un presidente de Estados Unidos en
ejercicio – los anteriores fueron para Theodore Roosevelt en
1906 y Woodrow Wilson en 1919 – fue la ausencia de méritos
visibles para el mismo. Obama no había tenido tiempo suficiente para probar sus
esfuerzos a favor de la paz, excepción de sus brillantes discursos al respeto.
Por el contrario, los defensores de la adjudicación argumentaron que
más que un reconocimiento a una labor realizada pretendía ser un “incentivo” a
la hora de desarrollar su ejercicio en el futuro por la importancia del país que
gobernaba.
En cualquier caso, no todos los premios Nobel de
la Paz pueden considerarse a la altura de personajes históricos de la
talla de Martin Luther King (1964), Willy Brandt (1971), Andrei Sajarov (1975),
la Madre Teresa (1979), Lech Walesa (1983), Aung San Suu Kyi (1991), Nelson Mandela (1993) o
de instituciones como el Comité Internacional de la Cruz Roja (1917 y
1963), la Oficina Internacional Nansen para los Refugiados (1938),
Amnistía Internacional (1977), el Alto Comisionado para los Refugiados de las
Naciones Unidas (1981), las Fuerzas de Paz de las Naciones Unidas (1988), etc.
Por regla general, este galardón tiene por objetivo no sólo premiar una labor
insigne, una trayectoria personal difícil y ejemplar o un esfuerzo compartido
para acabar con conflictos, sino también incentivar actuaciones a favor de la
paz.
La concesión, este año, a la Organización para
la Prohibición de las Armas Químicas se ajusta a esta última
aspiración. A la injusticia y dolor que provoca una guerra, el uso de las armas
químicas agrava la situación de las víctimas, algo que esta institución intenta
paliar no sin grandes dificultades. Su corta intervención en Siria, ha
servido para recordarnos que las armas químicas siguen utilizándose. Una lacra
que, en la era contemporánea, venimos sufriendo desde la Primera Guerra Mundial
cuando se lanzaron las primeras bombas y que, aún hoy en día, se siguen
eliminando en Francia.
En nuestras retinas siguen grabadas la imagen de
una pequeña vietnamita corriendo desnuda tras ser víctima del
lanzamiento de napalm o del cadáver de un padre kurdo intentando
proteger con su cuerpo a su bebé en Halabja. Tan culpables son quienes las
usan como quienes las fabrican porque, estas armas de destrucción masiva no
distinguen entre civiles y militares, sus efectos se extienden por grandes
superficies y su impacto es difícil de contener. El resultado es una cruel
agonía que no supone ninguna ventaja militar salvo la de debilitar, aún más, la
moral del enemigo.
Una moral que, en el caso de los rebeldes sirios
sigue siendo alta a pesar de todas las adversidades y, a pesar de que Bashar al
Asad haya mostrado, una vez más, con su cinismo característico, su verdadera
opinión sobre la organización que va a supervisar el desmantelamiento
de sus armas químicas, al decir que, él, se merecía el Premio Nobel de
la Paz.
Y es que, al presidente sirio no ha cedido
voluntariamente a esta cuestión sino que lo ha hecho por la presión de su
aliado ruso. Moscú era muy consciente de que su empecinado rechazo en
el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a cualquier medida contra al
Asad acabaría por ser superada por los hechos en el terreno. Un gesto de buena
voluntad por parte de Siria que permite ganar tiempo a la diplomacia rusa pero,
sobre todo, al clan Asad y sus acólitos, quienes a la vista de la caída de
todos los dictadores de los países vecinos saben que les queda poco tiempo en
el poder. Un gesto, que por el contrario hace perder un tiempo precioso a las
víctimas sirias. Mientras su sangre sigue regando su territorio, los más
afortunados buscan refugio en los atestados campos de los países vecinos como
paso previo al infierno que les conducirá, como a los náufragos de Lampedusa,
a ninguna parte.
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