martes, 25 de marzo de 2014

ARABIA SAUDITA Y QATAR, EL ENFRENTAMIENTO ENTRE PETROMONARQUÍAS.

Pese a que a principios de mes, la noticia salió en los diferentes medios de comunicación internacionales, pasó sin pena ni gloria al cajón de las anécdotas. La crisis en Ucrania, la ocupación rusa del este del país, los avances hacia la secesión de Crimea junto con el fantasma de una nueva Guerra Fría y la misteriosa desaparición de un avión lleno de pasajeros en ruta de Malasia a China, le arrebataron puestos en el ranking de interés. Difícil competir con los números uno, cuando los segundos tienen la importancia de la guerra de Siria, las revueltas, casi guerra civil, en Venezuela, la lucha contra el narcotráfico en México o la campaña para las elecciones europeas.
Y es que la ruptura de relaciones diplomáticas de Arabia Saudita, Bahréin y los Emiratos Árabes Unidos (EAU) con Qatar por vulnerar éste último los principios de no agresión de un acuerdo firmado hace menos de un año no parece un asunto que merezca gran atención ni reflexión.
Sin embargo, la cuestión está lejos de ser baladí. A lo largo del siglo XX, las relaciones entre los vecinos de la Península Arábiga, a saber, fundamentalmente, Arabia Saudita y los pequeños enclaves costeros a lo largo de la orilla occidental del Golfo Pérsico fueron más que amigables a pesar de la larga tradición de rivalidad tribal. Independizados tardíamente de Gran Bretaña, los diferentes emiratos – estado, compartían con Arabia Saudita un interés común: la eficiente gestión de los recursos petrolíferos, así como su voluntad de proyectarse en el mundo para obtener el reconocimiento e importancia que les correspondían por su riqueza. Durante décadas los emiratos, al igual que Arabia Saudita, se fueron ganando a pulso una reputación de amor por el lujo y el despilfarro.  Pero, mientras, los emiratos se esforzaron por diversificar al máximo sus inversiones en previsión de que los yacimientos fueran menguando, Arabia Saudita se sintió, además, en la necesidad y obligación de apoyar y financiar a todos los movimientos religiosos que decidieran expandir la fe islámica por el mundo, obviamente la sunnita wahabita, y, sobre todo, su modelo de vida. Arabia Saudita se sentía y siente con la obligación y el derecho, por ser la custodia de los dos lugares más sagrados para el Islam, de liderar la comunidad musulmana y por extensión la gran nación árabe.
Así, durante décadas, Arabia Saudita patrocinó los diversos movimientos islamistas, primero como medio para controlar su desarrollo, una política que, lejos de conseguir su objetivo reforzó la evolución de éstos hacia el terrorismo islamista y, segundo, para contrarrestar el avance de los estados laicos que retaban su primacía en la región. Baste mencionar como ejemplo, la financiación de la red que sustentó a los yihadistas que fueron a luchar en la Primera Guerra de Afganistán (1978 – 1992) y cuyos veteranos, al regresar a la vida civil, desencantados al ver que nada se había avanzado para mejorar las condiciones de la sociedad: permanencia del conflicto árabe – israelí, asentamiento de tropas extranjeras en tierra santa saudita para combatir a un país hermano, Iraq, etc. – decidieron seguir combatiendo, esta vez, por su cuenta bajo el formato terrorista de Al Qaeda y otras organizaciones. O también, el apoyo financiero que durante décadas prestó a los Hermanos Musulmanes en Egipto y otras organizaciones islamistas, con la tácita aquiescencia del gobierno militar, más que satisfecho de poder frenar el avance de la izquierda, sobre todo, en el ámbito universitario.
La ambición de liderazgo del mundo musulmán sunnita de Arabia Saudita, frente al de Irán chiíta, supo afrontar, durante décadas a las fuertes dictaduras militares de Egipto, Siria, Iraq o Túnez, gracias a su poderío económico y al hecho de que estos estados garantizaban la estabilidad de la zona. Sin embargo, la llegada al trono de Qatar, con un golpe de estado incruento, de Hamad al Thani en 1995, abrió una nueva rivalidad en el entorno árabe. Poco a poco, al Thani fue posicionando al pequeño emirato en la Comunidad Internacional, siendo la puesta en marcha de la cadena televisiva Al Jazeera, el golpe de gracia que le daría un protagonismo definitivo, primero al transmitir los discursos de Osama bin Laden y, más recientemente, los levantamientos de 2011.
La acogida al jeque Yusuf al Qaradawi, líder de los Hermanos Musulmanes egipcios y el apoyo a éstos durante y después de la revolución de 2011, sentenciaría la posición de Qatar contra Arabia Saudita y los Emiratos Árabes. ¿Por qué?
Frente a la obsesión de Arabia Saudita de mantener la estabilidad en la región, aún a costa de consentir gobiernos dictatoriales y laicos, Qatar apoyó las revueltas de 2011 que cuestionaban el “status quo” pero, sobre todo, la preeminencia saudita. El triunfo de los Hermanos Musulmanes, supuestamente, moderados, suponía la consolidación de la influencia Qatarí en los países árabes, o lo que es lo mismo, un nuevo orden de las cosas que trastocaba la obsesión saudita por la estabilidad. No puede ser de otra manera, en un régimen gobernado por octogenarios. El apoyo de Qatar a la rebelión de los sirios contrarios a Bashar y su intento de liderar los esfuerzos de pacificación fue la gota que colmó el vaso.

Es más que improbable que Arabia Saudita y Qatar lleguen a las armas, ambos países viven demasiado bien como para complicarse la vida pero, sobre todo, porque su rivalidad se está dirimiendo en otros foros: la guerra civil de Siria, la polarización de la sociedad egipcia, etc. Y es ahí, en la injerencia en los asuntos de sus vecinos en donde la enemistad puede provocar daños aún mayores de los que está ocasionando y lo que debe preocupar a la Comunidad Internacional. El ejemplo más evidente ha sido la gestión de la eterna crisis árabe – israelí que tan bien ha servido a todos los estados dictatoriales árabes para canalizar el descontento de sus poblaciones.

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