Pese
a que a principios de mes, la noticia salió en los diferentes medios de comunicación
internacionales, pasó sin pena ni gloria al cajón de las anécdotas. La crisis
en Ucrania, la ocupación rusa del este del país, los avances hacia la secesión
de Crimea junto con el fantasma de una nueva Guerra Fría y la misteriosa
desaparición de un avión lleno de pasajeros en ruta de Malasia a China, le
arrebataron puestos en el ranking de interés. Difícil competir con los números
uno, cuando los segundos tienen la importancia de la guerra de Siria, las
revueltas, casi guerra civil, en Venezuela, la lucha contra el narcotráfico en
México o la campaña para las elecciones europeas.
Y
es que la ruptura de relaciones diplomáticas de Arabia Saudita, Bahréin y los
Emiratos Árabes Unidos (EAU) con Qatar por vulnerar éste último los principios
de no agresión de un acuerdo firmado hace menos de un año no parece un asunto
que merezca gran atención ni reflexión.
Sin
embargo, la cuestión está lejos de ser baladí. A lo largo del siglo XX, las relaciones
entre los vecinos de la Península Arábiga, a saber, fundamentalmente, Arabia
Saudita y los pequeños enclaves costeros a lo largo de la orilla occidental del
Golfo Pérsico fueron más que amigables a pesar de la larga tradición de rivalidad tribal. Independizados tardíamente de Gran
Bretaña, los diferentes emiratos – estado, compartían con Arabia Saudita un
interés común: la eficiente gestión de los recursos petrolíferos, así como su
voluntad de proyectarse en el mundo para obtener el reconocimiento e
importancia que les correspondían por su riqueza. Durante décadas los emiratos,
al igual que Arabia Saudita, se fueron ganando a pulso una reputación de amor
por el lujo y el despilfarro. Pero,
mientras, los emiratos se esforzaron por diversificar al máximo sus inversiones
en previsión de que los yacimientos fueran menguando, Arabia Saudita se sintió,
además, en la necesidad y obligación de apoyar y financiar a todos los
movimientos religiosos que decidieran expandir la fe islámica por el mundo,
obviamente la sunnita wahabita, y, sobre todo, su modelo de vida. Arabia
Saudita se sentía y siente con la obligación y el derecho, por ser la custodia
de los dos lugares más sagrados para el Islam, de liderar la comunidad
musulmana y por extensión la gran nación árabe.
Así,
durante décadas, Arabia Saudita patrocinó los diversos movimientos islamistas,
primero como medio para controlar su desarrollo, una política que, lejos de
conseguir su objetivo reforzó la evolución de éstos hacia el terrorismo
islamista y, segundo, para contrarrestar el avance de los estados laicos que
retaban su primacía en la región. Baste mencionar como ejemplo, la financiación
de la red que sustentó a los yihadistas que fueron a luchar en la Primera
Guerra de Afganistán (1978 – 1992) y cuyos veteranos, al regresar a la vida
civil, desencantados al ver que nada se había avanzado para mejorar las
condiciones de la sociedad: permanencia del conflicto árabe – israelí,
asentamiento de tropas extranjeras en tierra santa saudita para combatir a un
país hermano, Iraq, etc. – decidieron seguir combatiendo, esta vez, por su
cuenta bajo el formato terrorista de Al Qaeda y otras organizaciones. O
también, el apoyo financiero que durante décadas prestó a los Hermanos
Musulmanes en Egipto y otras organizaciones islamistas, con la tácita
aquiescencia del gobierno militar, más que satisfecho de poder frenar el avance
de la izquierda, sobre todo, en el ámbito universitario.
La
ambición de liderazgo del mundo musulmán sunnita de Arabia Saudita, frente al
de Irán chiíta, supo afrontar, durante décadas a las fuertes dictaduras
militares de Egipto, Siria, Iraq o Túnez, gracias a su poderío económico y al
hecho de que estos estados garantizaban la estabilidad de la zona. Sin embargo,
la llegada al trono de Qatar, con un golpe de estado incruento, de Hamad al
Thani en 1995, abrió una nueva rivalidad en el entorno árabe. Poco a poco, al Thani
fue posicionando al pequeño emirato en la Comunidad Internacional, siendo la
puesta en marcha de la cadena televisiva Al Jazeera, el golpe de gracia que le
daría un protagonismo definitivo, primero al transmitir los discursos de Osama
bin Laden y, más recientemente, los levantamientos de 2011.
La
acogida al jeque Yusuf al Qaradawi, líder de los Hermanos Musulmanes egipcios y
el apoyo a éstos durante y después de la revolución de 2011, sentenciaría la
posición de Qatar contra Arabia Saudita y los Emiratos Árabes. ¿Por qué?
Frente
a la obsesión de Arabia Saudita de mantener la estabilidad en la región, aún a
costa de consentir gobiernos dictatoriales y laicos, Qatar apoyó las revueltas
de 2011 que cuestionaban el “status quo” pero, sobre todo, la preeminencia
saudita. El triunfo de los Hermanos Musulmanes, supuestamente, moderados,
suponía la consolidación de la influencia Qatarí en los países árabes, o lo que
es lo mismo, un nuevo orden de las cosas que trastocaba la obsesión saudita por
la estabilidad. No puede ser de otra manera, en un régimen gobernado por
octogenarios. El apoyo de Qatar a la rebelión de los sirios contrarios a Bashar
y su intento de liderar los esfuerzos de pacificación fue la gota que colmó el
vaso.
Es
más que improbable que Arabia Saudita y Qatar lleguen a las armas, ambos países
viven demasiado bien como para complicarse la vida pero, sobre todo, porque su
rivalidad se está dirimiendo en otros foros: la guerra civil de Siria, la
polarización de la sociedad egipcia, etc. Y es ahí, en la injerencia en los
asuntos de sus vecinos en donde la enemistad puede provocar daños aún mayores
de los que está ocasionando y lo que debe preocupar a la Comunidad
Internacional. El ejemplo más evidente ha sido la gestión de la eterna crisis
árabe – israelí que tan bien ha servido a todos los estados dictatoriales
árabes para canalizar el descontento de sus poblaciones.
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