La
noticia ha saltado a las primeras páginas por inusual pero, lo importante es el trasfondo de machismo, injusticia social y desesperación que
subyace en la misma. Una joven nigeriana de 14 años, Wasilu Umar, una
adolescente con toda la vida por delante y, posiblemente, con grandes sueños y
esperanzas en el futuro fue obligada a casarse con un hombre de 35 años en
contra de su voluntad. Sin duda, para el padre de Wasilu fue un gran negocio,
se libraba de mantener una boca inútil, porque así se consideran a las mujeres,
los hombres más ignorantes de los países tercermundistas, obteniendo, además,
una compensación económica por concertar el matrimonio.
Aunque se disfraza como contrato matrimonial, sobre todo, en las
sociedades musulmanas más conservadoras, por no decir, retrógradas, la entrega
de una niña a cambio de una dote, es simple y llanamente, la venta de un ser
humano por un precio. Una venta a la que la mercancía, es decir, la niña o la
mujer, no puede negarse porque no tiene ni voz ni voto. Una venta que permite
al comprador hacer y tratar a la mercancía como le dé la gana. Una venta que
puede romperse en cuanto el comprador se canse del juguete nuevo o encuentre
otro más apetecible. Una venta que, en caso de que la mercancía sea expulsada
de casa por medio de un divorcio, - un procedimiento facilísimo para el hombre
pero muy complicado para la mujer -, supone casi siempre una sentencia de muerte o de
prostitución, para la "desechada" que casi nunca es aceptada de nuevo por
su familia.
La
venta de niñas y mujeres por parte de sus padres o maher, es decir, parientes
varones responsables de ellas según la Shariah, no es sino la pervivencia de la
esclavitud más cruel. Estas mujeres son obligadas a abandonar sus hogares para
compartir lecho y vida con extraños, generalmente, de bastante más edad. Mujeres
que son explotadas sexualmente, obligadas a tener todos los hijos que sean
posibles y trabajar como sirvientas a cambio de un trato denigrante, vejatorio
y humillante toda su mísera vida. Mujeres o adolescentes cuyo único valor es su
juventud y que, cuando ésta las abandona pasan de sufrir el dolor de la
violencia al horror del posible abandono.
Lo que hace peculiar a Wasilu fue la forma de enfrentarse
a semejante condena. Se fue al mercado compró matarratas, invitó a comer a tres
amigos de su marido y les sirvió la comida envenenada a los cuatro. El
resultado fue la muerte de los hombres. Obviamente, no se puede defender el
asesinato de ningún ser humano pero, es inevitable pensar que para Wasilu fue
la única vía para librarse de su pesadilla. Probablemente, consideró que ir a
la cárcel era una condena más liviana que la de convivir con un hombre al que
no amaba.
Y siendo el caso de Wasilu dramático, peor fue el de la
pequeña Rawan conocido en septiembre del año pasado. Con ocho años esta pequeña
yemení murió de resultas de las lesiones que le produjo su marido de 40 años en
la noche de bodas… ¿Noche de bodas? ¡Simple pederastia! Uno de los comportamientos criminales más
abominables que existen.
A este horror hay que añadir una de las consecuencias más
terribles de la guerra civil en Siria, por la que muchas jóvenes y niñas,
generalmente, refugiadas en campamentos junto a sus familias, son “vendidas”
por sus progenitores a traficantes de mujeres que se las llevan a ricos hombres
de Arabia Saudita bajo la pantalla de un matrimonio. Muchas de estas mujeres
tienen que soportar ser “usadas” sexualmente por sus maridos quienes una vez
aburridos de ellas se divorcian y las dejan abandonadas a su suerte en
territorio de nadie. Sin poder regresar a sus hogares porque están
“mancilladas”, sin opción a rehacer su vida, son condenadas a ejercer la
prostitución o a suicidarse para librarse de semejante destino.
Caso parecido es el de los “matrimonios” por un día que
el gobierno de los ayatollahs iraníes consiente para dar cobertura “legal y
religiosa” a una suerte de prostitución que, de manera hipócrita, es denostada
socialmente. La prostitución encubierta de este modo, permite eludir el juicio
por adulterio que, por cierto, sólo afecta a la mujer.
Decenas de miles de mujeres, sobre todo en Afganistán,
condenadas a la misma vida de infortunio, y quizás sin el valor suficiente para
optar a la misma vía que Wasilu, eligen envenenarse o autoinmolarse. Su agonía
es horrible y lenta pero, incluso conscientes de ello, prefieren sufrirla a
tener que vivir con un hombre al que no han elegido. Las autoridades afganas
alegan que se trata de mujeres con serios problemas mentales. ¿Problemas
mentales? Depresiones profundas. ¿Y quién no padecería depresión golpeada todos
los días, violada cuando se le antoja al marido, obligada a trabajar en
condiciones lamentables, encerrada en casa sin posibilidad de relacionarse con
otro ser humano?
La consideración, más islamistamente
reaccionaria, de la mujer en la actualidad, como por ejemplo, por los talibanes afganos, los
saudíes o los emiratíes en poco se diferencia de la apreciación que los hombres
europeos tenían de las féminas a principios del siglo XX. Una apreciación que
negaba, por ejemplo, el derecho al voto de la mujer escudándose en su influenciabilidad e
histerismo natural. Por lo tanto, el patriarcado que condenamos en el mundo
islámico ni está tan lejano en el tiempo de nuestras sociedades ni es algo de
lo que nos hayamos desprendido de manera definitiva. Por el contrario, el
asesinato de mujeres a manos de sus cónyuges en España en poco se diferencia de los
crímenes de honor de Turquía o Yemen, y el maltrato, desgraciadamente todavía muy vigente y
extendido en Europa tampoco se aparta de la concepción de la mujer como una posesión en África o Arabia.
La lucha de la mujer por sus derechos es un camino sin
retorno que debemos recorrer todas y todos, tanto en los países más avanzados
como en los más atrasados. Un camino en el que las vivimos con más derechos e
igualdad debemos acompañar y ayudar a las que no disfrutan de ellos. Un camino
que debe ser iluminado con la educación y apoyada en una ley no religiosa
aferrada a principios patriarcales, fundada en la humanidad y el sentido común
que sea defendida tanto por el estado como por la sociedad. Un camino sembrado
de minas y cadáveres, de dolor, rabia e impotencia, de injusticia y
desesperación que no atrae pero que debe recorrerse para dejar atrás el
infierno. La respuesta
está en afrontar y cambiar la mentalidad pero, para ello, es preciso que la
sociedad lo asuma, hombres y mujeres mediante la concienciación. Una sociedad
que respeta y garantiza los derechos de los mujeres es una sociedad más justa,
más próspera y más feliz.
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