sábado, 14 de junio de 2014

EL IRAQ INVENTADO Y LA REALIDAD DE LA GUERRA SECTARIA.

Ni yo soy tu enemigo ni tú eres el mío, nuestro enemigo es aquel que intenta que lo seamos. 

           Esta frase escrita en árabe es uno de los mensajes que los iraquíes están haciendo circular por la red de redes para concienciar sobre el infierno que se ha desatado en su país.
Desde la invasión de Iraq en 2003, el castillo de naipes sobre el que se asentaba este país se ha ido desmoronando poco a poco. La eliminación, por la coalición internacional, del esqueleto militar y de las fuerzas de seguridad que lo sustentaba, ha hecho que el frágil, cuando no inexistente tejido, de cohesión sucumbiera al avance del sectarismo. Y es que, este país “inventado” por los británicos en 1921 es el resultado de la unión forzosa de, al menos, tres realidades tan diferentes como enfrentadas en numerosas ocasiones.
            El Iraq que conocemos hoy nació para satisfacer los intereses económicos, estratégicos y políticos de Gran Bretaña y otras naciones europeas. Los indicios, más que fehacientes, de que bajo su subsuelo, sobre todo, en el norte y en el sur, existían yacimientos petrolíferos, impulsó una campaña por parte de algunas corporaciones económicas[1] para que este vasto potencial quedara en manos de la única nación “estable y fiable” del momento: Gran Bretaña.
            Ahora, casi nada se habla de un conflicto que estuvo a punto de iniciar una nueva guerra entre la recién nacida Turquía de Kemal Ataturk (1881 – 1931) y el viejo imperio británico, un conflicto territorial resuelto en función de los intereses de estos dos países, sin tener en cuenta la realidad de la población que lo habitaba. Y así, la llamada “Cuestión de Mosul”, se saldaría con la unión forzada de las tres antiguas “Wilayas” o provincias otomanas de Mosul, Baghdad y Basrah – Basora para los occidentales -, con la constitución de un nuevo estado: Iraq. Y si esta unión artificial era absurda, más lo fue la imposición de un sistema monárquico, dirigido por Faisal I (1885 – 1933), un hachemita, es decir, lo que en términos actuales se podría identificar, aunque a ellos no les gustaría en absoluto, como un saudita.
            Así, en 1921, se formalizó el “matrimonio” forzoso, entre kurdos del norte, árabes sunitas en el centro y árabes chíitas en el sur, bajo la tutela del Imperio Británico, con un rey extranjero y un Primer Ministro, Nouri al Said (1888 – 1958), profundamente odiado por su servilismo con la potencia extranjera.
¿Puede entenderse una alianza tan antinatural? ¿Es posible creer que semejante despropósito sería capaz de sobrevivir durante décadas? 
Pues sí, mediante la utilización de la fuerza, primero con la ayuda de las tropas británicas, y después, por el propio ejército iraquí. Baste mencionar que, desde 1921 hasta 1968 se sucedieron los golpes de estado, la mayoría impulsados por militares. Pero, no sería hasta el golpe de Abdul Karim Qasem (1914 – 1963) el 14 de julio de 1958 que la monarquía hachemita sería derrocada, de manera sangrienta y los británicos "expulsados” del país. Tras una sucesión de levantamientos, en 1968, el Coronel Ahmed Hassan al Bakr (1914 – 1982), con el apoyo, del hasta entonces desconocido Saddam Hussein (1937 – 2006), su sobrino, llevaría a cabo el definitivo, hasta el momento, claro. La imposición del régimen del Baaz se prolongaría hasta la llegada de las tropas internacionales en 2003.
            Entre tanto, los kurdos del norte, se embarcaron en rebeliones continuas para reivindicar el derecho que les había sido arrebatado: el reconocimiento de una nación kurda independiente, recogido en el Tratado de Sêvres de 1921 y después “obviado” en el Tratado de Lausana de 1923 para “aplacar” a los turcos y así poder, los británicos, hacerse con Mosul.
            Los chíitas, sufrieron también una feroz represión, continuación de su sometimiento secular a los sunitas, más ricos, con más influencia en las esferas de poder y con más educación.
            La nacionalización del petróleo de la década de los setenta del siglo pasado, proporcionaría los ingresos suficientes para dar a la población todo aquello que nunca habían tenido: educación gratuita, universidad incluida, sanidad universal, saneamientos, infraestructuras, etc. Baghdad se convirtió en una gran capital cultural, donde la convivencia pacífica impulsó el esplendor económico y, el bienestar anestesiaría la falta de libertades políticas y la opresión.
            Sin embargo, el dolor y la injusticia, lejos de ir difuminándose, fue creciendo en el interior de las comunidades más castigadas.
La llegada al poder de Irán del Ayatollah Jomeini (1902 – 1989) en 1979, supuso, no sólo el derrocamiento del Shah y la imposición de una teocracia radical sino la voluntad de “ajustar” cuentas con el Presidente de Iraq, Saddam Hussein, por haberlo obligado a abandonar el país donde se encontraba refugiado desde hacía décadas y de alcanzar el poder que, por número, creía que le correspondía a la oprimida mayoría chiíta. Sus provocaciones en la frontera iniciarían la guerra entre Iraq e Irán en 1980 que se prolongaría hasta 1988.
Sin ningún vencedor, el conflicto dejaría exhausto a los dos países, tanto desde el punto de vista humano por el número de víctimas como del económico, por los gastos bélicos y de reconstrucción. La presión para que Saddam devolviera el dinero que le habían “donado” Arabia Saudita y las monarquías del Golfo, impidiéndole vender más petróleo para poder cumplir con sus obligaciones, acabaría por provocar la invasión de Kuwait en agosto de 1990, la guerra del golfo de 1991, un largo y durísimo embargo internacional y la invasión de 2003.
            Aquellos que accedieron al poder en Iraq, tras las primeras elecciones democráticas de 2005, representaban a la mayoría “numérica” de la población, los chiítas. Una mayoría que “exigía” castigar a los sunitas por las décadas de opresión. 
          Los primeros ministros, Eiad Allawi, Ibrahim al Jaafari y el actual al Maliki, pertenecen a la secta chíita.
Pero, sería la falta de “visión” política y su incompetencia manifiesta, la que haría que al Maliki, privara a la minoría sunita de un medio de vida y unos derechos justos en la nueva sociedad democrática en Iraq. El desmantelamiento de las brigadas sunitas que controlaban sus provincias dejó en la calle y sin sustento a un millón de personas. El descontento era más que previsible.
            Ha sido este descontento el que ha franqueado las puertas de la gobernación de Ramadi al Ejército Islámico de Iraq y Levante (EIIL) a principios de este año. El ejército iraquí, una pantomima de lo que había sido, a pesar del esfuerzo norteamericano por entrenarlos y dotarlos con armamento, se mostró incapaz de recuperar las localidades de Ramadi y Faluya. El asalto a Mosul de esta semana y el avance imparable hacia el sur, con un ejército que no sólo se ha batido en retirada sino que, además, ha abandonado todo su equipamiento en manos de los terroristas, no parece el más capaz para impedir la debacle. Pese al reclutamiento voluntario de miles de chiítas que han atendido la llamada de Alí al Sistani, el líder espiritual y máxima autoridad religiosa, para cooperar en la recuperación del país, no se avista un rápido desenlace.
            Las tropas del EIIL no son muy numerosas, aunque sí feroces y crueles, y ahora están muy bien armadas pero, el ejército iraquí, carece de motivación y sus mandos de experiencia suficiente para dirigirlos. Si el Primer Ministro al Maliki ha sido incapaz de formar gobierno desde las elecciones de abril de este año, y tampoco ha podido obtener el apoyo parlamentario para la declaración del estado de emergencia, ¿alguien puede creerse que será capaz de dirigir a sus tropas?
            Sólo la ayuda estratégica internacional, que, puede llegar a producir una alianza impensable hace unos meses, entre Estados Unidos, Irán e, incluso Turquía, apoyando y dirigiendo a los militares podría frenar esta oleada terrorista. 


            Obviamente, esta situación podía haberse evitado si la Comunidad Internacional hubiera actuado en Siria de manera contundente y eficaz desde el inicio de la Guerra Civil pero, también si se hubiera impedido a los grupos terroristas obtener financiación para llevar a cabo sus operaciones militares. Y es el dinero que financia a los terroristas sunitas el cabo por el que se debería de empezar a tirar del hilo que desmantelara la trama de estos asesinos.
            Entre tanto, un millón de iraquíes, se han visto obligados, una vez más, a abandonar sus hogares. Estas personas, que habían comenzado a tener una vida, más o menos normal, tras más de diez largos años de reconstrucción se encuentran otra vez en el filo de la navaja. Y es que, quizás, la reconfiguración geoestratégica que muchos venimos vaticinando y defendiendo, para construir países más racionales en función de la realidad de sus poblaciones, puede empezar a ser considerada como la única solución a un sinfín de conflictos. 

¿No es hora de reconocer que la división territorial en Oriente Próximo llevada a cabo tras la Primera Guerra Mundial ha resultado un verdadero desastre? ¿No es hora de aceptar que el terrorismo fundamentalista es un monstruo al que sólo se podrá frenar con una decidida cooperación entre la Comunidad Internacional y los autóctonos?
           






[1] La Turkish Petroleum Company fundada en 1912 y después renombrada, Iraq Petroleum Company en 1929, cuyos propietarios eran, el Deutsche Bank, The Anglo Saxon Oil Company (Subsidiaria de la Royal/Dutch Shell), el Banco Nacional de Turquía y el empresario de origen armenio Calouste Gulbekian (1869 – 1955). El mayor accionista era el gobierno británico, quien a través de otra compañía, la Anglo – Persian Company se había hecho con el 50% del capital social ya en 1914.

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