Ni yo soy tu
enemigo ni tú eres el mío, nuestro enemigo es aquel que intenta que lo seamos.
Esta
frase escrita en árabe es uno de los mensajes que los iraquíes están haciendo
circular por la red de redes para concienciar sobre el infierno que se ha
desatado en su país.
Desde
la invasión de Iraq en 2003, el castillo de naipes sobre el que se asentaba
este país se ha ido desmoronando poco a poco. La eliminación, por la coalición internacional, del esqueleto
militar y de las fuerzas de seguridad que lo sustentaba, ha hecho que el frágil, cuando no inexistente tejido, de cohesión sucumbiera al avance del sectarismo. Y
es que, este país “inventado” por los británicos en 1921 es el resultado de la
unión forzosa de, al menos, tres realidades tan diferentes como enfrentadas en
numerosas ocasiones.
El Iraq que conocemos hoy nació para satisfacer los
intereses económicos, estratégicos y políticos de Gran Bretaña y otras naciones
europeas. Los indicios, más que fehacientes, de que bajo su subsuelo, sobre
todo, en el norte y en el sur, existían yacimientos petrolíferos, impulsó una
campaña por parte de algunas corporaciones económicas[1]
para que este vasto potencial quedara en manos de la única nación “estable y
fiable” del momento: Gran Bretaña.
Ahora, casi nada se habla de un conflicto que estuvo a
punto de iniciar una nueva guerra entre la recién nacida Turquía de Kemal
Ataturk (1881 – 1931) y el viejo imperio británico, un conflicto territorial
resuelto en función de los intereses de estos dos países, sin tener en cuenta
la realidad de la población que lo habitaba. Y así, la llamada “Cuestión de
Mosul”, se saldaría con la unión forzada de las tres antiguas “Wilayas” o
provincias otomanas de Mosul, Baghdad y Basrah – Basora para los occidentales -,
con la constitución de un nuevo estado: Iraq. Y si esta unión artificial era
absurda, más lo fue la imposición de un sistema monárquico, dirigido por Faisal
I (1885 – 1933), un hachemita, es decir, lo que en términos actuales se podría
identificar, aunque a ellos no les gustaría en absoluto, como un saudita.
Así, en 1921, se formalizó el “matrimonio” forzoso, entre
kurdos del norte, árabes sunitas en el centro y árabes chíitas en el sur, bajo
la tutela del Imperio Británico, con un rey extranjero y un Primer Ministro,
Nouri al Said (1888 – 1958), profundamente odiado por su servilismo con la
potencia extranjera.
¿Puede
entenderse una alianza tan antinatural? ¿Es posible creer que semejante
despropósito sería capaz de sobrevivir durante décadas?
Pues sí, mediante la
utilización de la fuerza, primero con la ayuda de las tropas británicas, y
después, por el propio ejército iraquí. Baste mencionar que, desde 1921 hasta
1968 se sucedieron los golpes de estado, la mayoría impulsados por militares.
Pero, no sería hasta el golpe de Abdul Karim Qasem (1914 – 1963) el 14 de julio
de 1958 que la monarquía hachemita sería derrocada, de manera sangrienta y los
británicos "expulsados” del país. Tras una sucesión de levantamientos, en
1968, el Coronel Ahmed Hassan al Bakr (1914 – 1982), con el apoyo, del hasta
entonces desconocido Saddam Hussein (1937 – 2006), su sobrino, llevaría a cabo el
definitivo, hasta el momento, claro. La imposición del régimen del Baaz se prolongaría hasta la llegada
de las tropas internacionales en 2003.
Entre tanto, los kurdos del norte, se embarcaron en
rebeliones continuas para reivindicar el derecho que les había sido arrebatado:
el reconocimiento de una nación kurda independiente, recogido en el Tratado de
Sêvres de 1921 y después “obviado” en el Tratado de Lausana de 1923 para “aplacar”
a los turcos y así poder, los británicos, hacerse con Mosul.
Los chíitas, sufrieron también una feroz represión, continuación
de su sometimiento secular a los sunitas, más ricos, con más influencia en las
esferas de poder y con más educación.
La nacionalización del petróleo de la década de los
setenta del siglo pasado, proporcionaría los ingresos suficientes para dar a la
población todo aquello que nunca habían tenido: educación gratuita,
universidad incluida, sanidad universal, saneamientos, infraestructuras, etc.
Baghdad se convirtió en una gran capital cultural, donde la convivencia
pacífica impulsó el esplendor económico y, el bienestar anestesiaría la falta de
libertades políticas y la opresión.
Sin embargo, el dolor y la injusticia, lejos de ir difuminándose,
fue creciendo en el interior de las comunidades más castigadas.
La
llegada al poder de Irán del Ayatollah Jomeini (1902 – 1989) en 1979, supuso,
no sólo el derrocamiento del Shah y la imposición de una teocracia radical sino
la voluntad de “ajustar” cuentas con el Presidente de Iraq, Saddam Hussein, por
haberlo obligado a abandonar el país donde se encontraba refugiado desde hacía
décadas y de alcanzar el poder que, por número, creía que le correspondía a la
oprimida mayoría chiíta. Sus provocaciones en la frontera iniciarían la guerra
entre Iraq e Irán en 1980 que se prolongaría hasta 1988.
Sin
ningún vencedor, el conflicto dejaría exhausto a los dos países, tanto desde el
punto de vista humano por el número de víctimas como del económico, por los gastos bélicos y de reconstrucción. La presión para
que Saddam devolviera el dinero que le habían “donado” Arabia Saudita y las
monarquías del Golfo, impidiéndole vender más petróleo para poder cumplir con sus obligaciones, acabaría
por provocar la invasión de Kuwait en agosto de 1990, la guerra del golfo de
1991, un largo y durísimo embargo internacional y la invasión de 2003.
Aquellos que accedieron al poder en Iraq, tras las
primeras elecciones democráticas de 2005, representaban a la mayoría “numérica”
de la población, los chiítas. Una mayoría que “exigía” castigar a los sunitas
por las décadas de opresión.
Los primeros ministros, Eiad Allawi, Ibrahim al
Jaafari y el actual al Maliki, pertenecen a la secta chíita.
Pero,
sería la falta de “visión” política y su incompetencia manifiesta, la que haría
que al Maliki, privara a la minoría sunita de un medio de vida y unos derechos
justos en la nueva sociedad democrática en Iraq. El desmantelamiento de las
brigadas sunitas que controlaban sus provincias dejó en la calle y sin sustento
a un millón de personas. El descontento era más que previsible.
Ha sido este descontento el que ha franqueado las puertas
de la gobernación de Ramadi al Ejército Islámico de Iraq y Levante (EIIL) a
principios de este año. El ejército iraquí, una pantomima de lo que había sido,
a pesar del esfuerzo norteamericano por entrenarlos y dotarlos con armamento,
se mostró incapaz de recuperar las localidades de Ramadi y Faluya. El asalto a
Mosul de esta semana y el avance imparable hacia el sur, con un ejército que no
sólo se ha batido en retirada sino que, además, ha abandonado todo su
equipamiento en manos de los terroristas, no parece el más capaz para impedir
la debacle. Pese al reclutamiento voluntario de miles de chiítas que han
atendido la llamada de Alí al Sistani, el líder espiritual y máxima autoridad
religiosa, para cooperar en la recuperación del país, no se avista un rápido
desenlace.
Las tropas del EIIL no son muy numerosas, aunque sí
feroces y crueles, y ahora están muy bien armadas pero, el ejército iraquí,
carece de motivación y sus mandos de experiencia suficiente para dirigirlos. Si
el Primer Ministro al Maliki ha sido incapaz de formar gobierno desde las
elecciones de abril de este año, y tampoco ha podido obtener el apoyo
parlamentario para la declaración del estado de emergencia, ¿alguien puede
creerse que será capaz de dirigir a sus tropas?
Sólo la ayuda estratégica internacional, que, puede
llegar a producir una alianza impensable hace unos meses, entre Estados Unidos,
Irán e, incluso Turquía, apoyando y dirigiendo a los militares podría frenar
esta oleada terrorista.
Obviamente, esta situación podía haberse evitado si la
Comunidad Internacional hubiera actuado en Siria de manera contundente y eficaz
desde el inicio de la Guerra Civil pero, también si se hubiera impedido a los
grupos terroristas obtener financiación para llevar a cabo sus operaciones
militares. Y es el dinero que financia a los terroristas sunitas el cabo por el
que se debería de empezar a tirar del hilo que desmantelara la trama de estos
asesinos.
Entre tanto, un millón de iraquíes, se han visto
obligados, una vez más, a abandonar sus hogares. Estas personas, que habían
comenzado a tener una vida, más o menos normal, tras más de diez largos años de
reconstrucción se encuentran otra vez en el filo de la navaja. Y es que,
quizás, la reconfiguración geoestratégica que muchos venimos vaticinando y
defendiendo, para construir países más racionales en función de la realidad de
sus poblaciones, puede empezar a ser considerada como la única solución a un sinfín
de conflictos.
¿No es hora de reconocer que la división territorial en Oriente
Próximo llevada a cabo tras la Primera Guerra Mundial ha resultado un verdadero
desastre? ¿No es hora de aceptar que el terrorismo fundamentalista es un
monstruo al que sólo se podrá frenar con una decidida cooperación entre la
Comunidad Internacional y los autóctonos?
[1]
La Turkish Petroleum Company fundada en 1912 y después renombrada, Iraq Petroleum
Company en 1929, cuyos propietarios eran, el Deutsche Bank, The Anglo Saxon Oil
Company (Subsidiaria de la Royal/Dutch Shell), el Banco Nacional de Turquía y
el empresario de origen armenio Calouste Gulbekian (1869 – 1955). El mayor
accionista era el gobierno británico, quien a través de otra compañía, la Anglo
– Persian Company se había hecho con el 50% del capital social ya en 1914.
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