El arma más poderosa en cualquier guerra es el miedo: el
miedo a una agresión, el miedo a perder a los que queremos, el miedo a ser
privados de lo que poseemos, el miedo a morir, el miedo a caer heridos, el
miedo al dolor, etc. El miedo es lo que ha impulsado, desde el comienzo de la
historia, a cada grupo humano a protegerse de todos los modos posibles. En las
civilizaciones primitivas se buscaban emplazamientos elevados, de difícil
acceso y bien fortificados. Con el tiempo, la formación de ejércitos bien
entrenados, disciplinados y con buen equipamiento se convirtió en uno de los
mejores instrumentos de disuasión.
Desde
el fin de la Segunda Guerra Mundial, inmersos en una guerra más psicológica y
de presión, la denominada Guerra Fría, hizo que la carrera armamentística y la
construcción de escudos antimisiles nos dieran la sensación de cierta
seguridad, hasta que pequeños grupos de personas, sin miedo a matar ni a morir,
la mayoría muy convencidas de la causa que defendían, decidieron utilizarse a
si mismos como arma. Los terroristas iniciaron una nueva era de horror e
incertidumbre. Ya nadie estaba, está seguro. Cualquier persona podía ser un
agresor, un asesino en potencia, un arma de destrucción. La percepción sobre la
seguridad dio un vuelco dramático. Ya no había forma de garantizar que
viviríamos sin grandes sobresaltos, por otra parte, una
falacia porque si hay una certeza en nuestra existencia es, precisamente, que
no hay nada seguro.
El
terrorismo, no es un nuevo instrumento de guerra entonces, ¿por qué se ha convertido ahora en la amenaza más importante a la
seguridad y estabilidad de las naciones? Indudablemente, por su inquietante
perfeccionamiento y extensión.
Desde
finales de la década de los sesenta, Europa fue campo abonado para los grupos
terroristas como el IRA, ETA, las Brigadas Rojas, la Baader Meinhof. Estas
organizaciones pusieron en jaque a las fuerzas de seguridad británicas, españolas,
italianas y alemanas durante décadas, pero, el tiempo que todo desgasta acabó
por desvirtuar su lucha y su pasión y dar más ventaja a la policía en su persecución
hasta minimizar sus efectos. Su ejemplo cuando no su colaboración, sin embargo,
cundieron más allá de las fronteras europeas, haciendo que las organizaciones
revolucionarias árabes, inicialmente, palestinas, recibieran su bautismo de
fuego con el ataque, durante los Juegos Olímpicos de Múnich, en 1972, por el que
Septiembre Negro mataría a once deportistas israelíes y un policía alemán. Después
de este luctuoso evento surgirían otros grupos terroristas como Hamás (1987) y
las Brigadas de Al Aqsa (2000) en Gaza, Hezbolá (1982) en Líbano, etc.
Durante mucho tiempo vivimos
con la sensación de que el terrorismo “palestino” se mantenía confinado a
territorio árabe y asistimos con frío distanciamiento a los diferentes
episodios del enfrentamiento palestino - israelí: guerra de independencia de
1948, de Suez de 1956, de los seis días de 1967, de Yom Kippur de 1973, así
como a la guerra civil del Líbano (1975 – 1990), la primera guerra de
Afganistán (1978 – 1992), la guerra entre Iraq e Irán (1980 – 1988), a las
entifadas de 1987 y 2000, a la invasión de Kuwait de 1990, a la Guerra del
Golfo de 1991, etc.
Ignoramos
que en Afganistán, gracias a la colaboración entre EEUU y Arabia Saudita,
voluntarios de todos los países árabes desarrollaron una lucha contra los
comunistas y que, estos veteranos, al regresar a sus hogares, lejos de recibir
el reconocimiento y respeto que esperaban, se encontraron con que nadie les quería, que
la situación de injusticia en sus países de orígenes seguía como antes y que su
tierra santa había sido mancillada por las botas de los miles de soldados
occidentales desplegados para agredir a un país árabe; Iraq.
El
enquistamiento del conflicto palestino – israelí, el mantenimiento de largas
dictaduras militares pro-occidentales o corruptas monarquías, el desigual
reparto de la riqueza, las graves injusticias sociales, la represión, etc. fueron
el caldo de cultivo ideal para el descontento social que sólo encontró la
válvula de escape del Islam. La rivalidad entre musulmanes sunnitas y chíitas
por el liderazgo de la fe, entre turcos y persas, entre árabes y persas sólo agravó
más el espectro ideológico de los luchadores del Islam. De ahí a que cada
tendencia financiara “extra – oficialmente” a grupos islamistas para sembrar
inquietud en otros foros medió poco tiempo. La alianza entre los veteranos
luchadores de Afganistán o yihadistas y los nuevos grupos terroristas
islamistas acabaría por hacer surgir ese ente indefinible de Al Qaeda que nos
mantuvo en jaque la primera década de este siglo.
Los
atentados del 11 de septiembre de 2001 en EEUU, del 11 de marzo de 2004 en
Madrid y del 7 de julio de 2005 en Londres cambiaron el panorama de la estrategia de
seguridad internacional. Bin Laden pasó a ser el personaje más buscado del mundo
y los grupos terroristas el objetivo de persecución más descarnada. Pero, su
punto fuerte, lo que les hacía difícilmente detectables, la independencia y
flexibilidad de sus células acabaría por ser su punto débil. Desunidos,
desorganizados y perseguidos, el terrorismo islamista sufrió un golpe
traumático con la muerte de Bin Laden.
Pero,
como siempre hay locos dispuestos a ocupar el puesto de otros locos, la guerra
civil de Siria resultó ser el campo de batalla ideal para toda una serie de
fanáticos desocupados deseosos de matar y morir en nombre de Dios. Su ferocidad y el caos sirio, derivado de la
inacción internacional, permitió que un tal Abu Baker al Baghdadi, - en
realidad Awwad Ibrahim al Badri al Samarri - envalentonado con sus éxitos, tras
enfrentarse a Zawahiri, el heredero de Bin Laden, decidiera separarse de Al
Qaeda, crear su propia organización y entrar en Iraq para recrear un nuevo
imperio islámico.
La
toma de Mosul en junio de este año, una ciudad de dos millones de habitantes,
por ochocientos hombres frente a un ejército de 20.000 quedará en la historia
de los sinsentidos de este siglo XXI. Con miles de millones de equipamiento
militar en sus manos, el autodenominado Ejército Islámico de Iraq y Levante,
puede sentirse imbatible y, prácticamente, dueño del mundo. Un mundo que se
les está haciendo pequeño y que, a tenor de un vídeo que ha aparecido en
internet aspira a recuperar al Andalus para su gran estado islámico.
La
reconstrucción del antiguo Califato es la obsesión de aquellos que quieren sumir
a la civilización del siglo XXI en la oscuridad de la Edad Medieval islámica. Y
aunque no parece muy viable de momento, el repunte de las detenciones de
presuntos yihadistas, el estado de alerta de todos los aeropuertos y el
silencio oficial hacen pensar en que la locura del nuevo califato ya no es lo
es tanto y que hay que tomarse en serio las medidas para impedirlo sino queremos pasarnos otros ocho siglos intentando echarlos.
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