Es imposible que
no se encojan las entrañas al ver las imágenes de los cuerpos inertes de niños palestinos,
bañados en sangre y tendidos sobre camillas. Es muy difícil controlar las lágrimas
al ver las caritas de los pequeños, aterrados y dolientes, mientras
los médicos intentan curar sus heridas físicas. Es francamente doloroso
afrontar sus miradas que nos acusan de abandonarles a una suerte cruel e
inexorable. Su miedo, su dolor, su desorientación pero, sobre todo, su
incomprensión nos golpean con la fuerza de un martillo. Ellos y ellas, los niños
y niñas palestinos, son las víctimas principales de los desatinos de décadas de
los adultos, son el chivo expiatorio de los pecados de los mayores, son la
semilla del odio que con tanta fuerza arraiga en las atestadas viviendas del
territorio ocupado. Y, ¿por qué? Y, ¿para qué?
Se
han escrito millones de páginas sobre el conflicto árabe – israelí, sobre sus
causas históricas, sobre su desarrollo, sobre su enquistamiento, sobre las
cifras de muertos y heridos en ambos lados, en definitiva, sobre todo. Los que
apoyan a uno u otro bando, mantienen unas posturas tan irresolublemente
enfrentadas que, incluso, cuando alguien se atreve a criticar las acciones de
los dos contendientes de manera ecuánime, poniendo de manifiesto que esta
guerra ha durado más de seis décadas por la culpa de ambos, recibe las más
feroces críticas tantos de unos como de otros.
Por
ello, escribo estas líneas, sabiendo de antemano que, diga lo que diga y cómo
lo diga va a suscitar polémica y rechazo. No es fácil opinar sobre un conflicto
con objetividad, y no es fácil porque, queramos o no, y por más que nos
esforcemos por analizar el contexto, las circunstancias y los datos de manera
aséptica, es prácticamente imposible hacerlo sin sufrir la influencia de
nuestro subconsciente. Más difícil resulta cuando tenemos que hablar o reflexionar
sobre un enfrentamiento que está causando víctimas inocentes e indefensas y
cuando las partes enfrentadas parecen no estar en condiciones de igualdad.
Pero, si hay una
opinión sobre la que no estoy dispuesta a transigir es mi condena decidida,
total e ineludible al uso de la violencia y mi más clara repulsa a la muerte de
civiles inocentes de cualquier raza, nacionalidad, género, edad o condición en
cualquier parte del planeta. Vaya por delante esta declaración.
Estoy convencida
de que la mayoría de los israelíes y de los palestinos están en contra del uso
de la violencia como medio para alcanzar la paz. La larga experiencia de
décadas de lucha demuestra que no ha servido para nada. También creo que hay
muchos interesados que, viven y se enriquecen con este enfrentamiento y que,
por ello, manipulan ideas, pensamientos e información en su propio beneficio.
Desde determinados políticos, que saben que en un estado pacífico no tendrían
prácticamente cabida, hasta los radicales que han hecho de la erradicación del
contrario su “leit motiv”. Y me refiero tanto a los terroristas de Hamás,
aparentemente, reconvertidos en adalides de la causa palestina cuando son meros
títeres de los intereses de otros estados, como a los sionistas y ultra
ortodoxos judíos que buscan la recuperación del Gran Israel a base de la
aniquilación sistemática de los palestinos.
Es probable que,
muchos entiendan que no se puede comparar a un grupo terrorista como Hamás,
financiado por Irán y otros países que, supuestamente, no apoyan este tipo de
actividades, con los ultra religiosos judíos quienes, aparentemente, dedican su
tiempo al estudio de los antiguos textos de la Torah. Son casos extremos
traídos como muestra de cómo el pensamiento radical, sea cual sea, sólo
conlleva brutalidad extrema.
Son una multitud
las voces que se han alzado, sobre todo, los últimos días, a raíz de los bombardeos intensivos por
parte de Israel de enclaves tan poblados como los que existen en Gaza, condenando la desigualdad de fuerzas: los israelíes apoyados por uno de
los ejércitos más avanzados y equipados frente a los rudimentarios cohetes
lanzados por los palestinos.
Pero, centrándonos
en el meollo del conflicto, en la causa de tantos miles de muertes sin sentido,
la pregunta que viene a mi mente, una y otra vez es, ¿por qué en más de seis
décadas no ha sido posible la paz? Y la única respuesta que encuentro es que,
ninguno la quiere de verdad, y cuando digo ninguno me refiero, esencialmente, a
los políticos y líderes que dirigen el cotarro ajenos al dolor de los infelices
civiles que sufren su empecinamiento.
Israel vive en
estado de alerta permanente, duerme con un ojo abierto porque sabe que
cualquier mínima muestra de debilidad sería aprovechada por la miríada de
árabes que les rodean, es comprensible. Lo que no lo es tanto, es su inhumana ocupación
de territorio palestino, los miles de controles, muros y obstáculos que han
puesto al desarrollo de su enemigo y que sólo han servido para enconar y
agravar el odio de los árabes.
Los palestinos
recurren a las armas más básicas para recordar al mundo que todavía viven
sometidos a un asedio irracional y que, a pesar de la cantidad de problemas que
han surgido en su entorno, ellos siguen allí y necesitan solucionar su futuro,
también es comprensible. Lo que no lo es tanto es que provoquen la ira de su
enemigo lanzando cohetes una y otra vez que si bien no alcanzan grandes
objetivos mantienen en vilo a los civiles israelíes y, mucho menos, que
secuestren a tres jóvenes judíos y los asesinen a sangre fría.
La cifra de
muertos en uno y otro bando no es comparable, eso es indudable como también lo
es que, cualquier fallecido, sea cual sea su edad, género, condición o religión
es excesivo. Por eso, hay que seguir pidiendo que cese la violencia. Por
desgracia, la paz parece un objetivo inalcanzable de momento y, mucho me temo,
que durante mucho tiempo.
Ninguno de los
dos bandos muestra signos de agotamiento pese a la desigualdad de sus
condiciones. Una convivencia en calma sería lo más razonable, pero, para eso,
es preciso llegar a una tregua algo que no parece factible, por lo menos a
corto plazo, por un solo motivo. Hamás tiene que ofrecer algo que suponga una
victoria o una mejora para los palestinos, una justificación para una actuación
que ha ocasionado tantas muertes y lo único que podría servir a este fin sería,
al menos, la apertura de la frontera con Egipto que permitiera la recuperación
de cierto nivel de comercio y un respiro económico para los palestinos. Pero,
dado que, aprovechando la llegada de Mohamed Morsi, un Hermano
Musulmán a la presidencia de Egipto alentaron la utilización de esta frontera
por los radicales terroristas es bastante improbable que el nuevo Presidente,
un militar de carrera como Al Sisi, quiera cooperar con esta cuestión.
Y
es que, aunque parezca absurdo, los cohetes que Hamás sigue lanzando contra
Israel son más una señal para El Cairo que para Tel Aviv.
Sólo
con que los palestinos reconocieran la existencia de Israel y que los judíos
devolvieran todo el territorio ocupado desde 1967 sería posible la paz. Como
ninguno quiere dar el primer paso porque no se fía del contrario – ¿quien podría
reprochárselo dados los antecedentes? – Palestina sigue siendo una ratonera
donde están atrapados tanto los ratones como los gatos.
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