El
19 de diciembre de 2011, la Asamblea General de las Naciones Unidas designó el
11 de octubre como el DÍA INTERNACIONAL DE LA NIÑA[1].
Una designación, a mi modo de ver, tan tardía como necesaria dada la difícil situación
de las pequeñas en todo nuestro planeta.
Si los niños,
por regla general, deben ser objeto de nuestra más extrema protección, dedicación
y vigilancia, en el caso de las niñas, a la vista de lo difícil sino imposible
que resulta acabar con lacras como la explotación laboral y sexual, la pornografía
infantil, la pederastia y el tráfico de los menores, esta obligación debe ser
aún mayor. Cuando prácticas tan abominables como el matrimonio infantil y la
mutilación genital lejos de reducirse siguen aumentando es preciso esforzarse,
aún más, para concienciar al mundo sobre este problema y la urgente necesidad
de invertir tiempo, esfuerzo y recursos para enseñar a los adultos, sobre todo
a los padres, que las niñas que reciben una buena y completa educación y que
obtienen la atención sanitaria adecuada, constituirán una importante fuente de
ingresos para la familia y que, además, cuando deciden por si mismas a una edad
razonable si quieren o no casarse serán madres, esposas y educadoras fuertes,
sanas y sensatas.
Es preciso acabar
con la idea de que una niña es un gasto del que hay que librarse y demostrar
que, por el contrario, al igual que un niño, es una inversión en el futuro y, que, a medio y largo plazo, beneficiará a su familia y a la sociedad. Una tarea,
sin duda, muy difícil dada la milenaria trayectoria de machismo que afecta a
todo el mundo y, sobre todo, en los países más pobres y subdesarrollados.
Se
calcula que unas 39.000 niñas son obligadas a contraer matrimonio al día en
todo el mundo. Esta práctica es habitual en países tan distantes entre sí como
Bangladesh, Yemen o Níger. Las Naciones Unidas estiman que, a este ritmo, serán
142 millones de niñas las que lo hagan en tan sólo una década. No hace falta
decir las repercusiones que esta práctica suponen para la salud física y mental
de las menores, ni el detrimento social que implica.
Por
eso, la concesión del Premio Nobel de la Paz a la joven pakistaní Malala
Yousufai y al indio Kailash Satyarthi por su lucha a favor de la educación
infantil justo el día anterior a la celebración anual del Día Internacional de
la Niña debe considerarse más que una afortunada coincidencia. Porque si bien
es innegable que la educación es un derecho inalienable tanto de niñas
como de niños, tampoco es discutible que las primeras tienen muchas más
dificultades y, en muchas ocasiones, son directamente privadas de ella por el
hecho de su género.
Tan
estrechamente ligadas están la educación y la formación con la riqueza personal
y material que siempre que alguien desea someter a otro, intenta, por todos los
medios mantenerlo en la ignorancia. Baste mencionar cómo, a lo largo de la
historia de la humanidad, la cultura y la educación fueron patrimonio exclusivo
de la casta sacerdotal y nobiliaria en muchas civilizaciones y que las clases
sociales más desfavorecidas eran privadas de ellas para mantenerlas subyugadas y
explotadas.
En la
actualidad, la privación de la educación, no sólo se da por falta de medios
materiales para poder ofrecerla a todos los niños sino, sobre todo, por la
voluntad específica y dirigida de negársela a las niñas. Es este el caso de
muchas sociedades, fundamentalmente, musulmanas, aunque no en exclusiva, en
cualquier caso, machistas, en las que se considera una pérdida de tiempo y
esfuerzo que las niñas se eduquen cuando pueden aprender a realizar las tareas
domésticas y ayudar a la obtención de ingresos económicos. No es esta privación
consecuencia, única y exclusiva, de la escasez de medios familiares o la
infradotación de medios estatales para impartirla, sino de la pertinaz voluntad
de impedir que las niñas disfruten de la magia que supone viajar por las letras
de un libro y descubrir que hay mucho más en el mundo que su limitado entorno
doméstico, que pueden aprender oficios o, incluso, llegar a tener carreras
universitarias que les permitan ganarse la vida, ser independientes
económicamente y liberarse de los atávicos yugos familiares y la esclavitud de
un destino de procreación, servidumbre e ignorancia, como muy bien ha
proclamado a los cuatro vientos Malala.
Obviamente una
mujer que piensa puede cuestionar y, por lo tanto, enfrentarse a todo un
sistema de creencias y valores que beneficia a los hombres en detrimento de las
mujeres. Son, por otra parte, muy ignorantes los que consideran que este
cuestionamiento femenino es una grave amenaza en lugar de una gran riqueza.
Por eso, los
fanáticos retrógrados del Estado Islámico o los Talibanes de Afganistán y
Pakistán intentan, por todos los medios, evitar que las niñas como Malala
accedan a la educación. Ya lo dijo ella: “A los extremistas lo que más les
asusta es una niña con un libro”.
A DÍA DE HOY, 500 ESCUELAS DEL KURDISTÁN DE IRAQ NO HAN PODIDO INICIAR EL CURSO ESCOLAR. Por
culpa de los yihadistas, estos centros son ahora el hogar temporal de los
cientos de miles de refugiados que han huido de todo el norte de Iraq y el
nordeste de Siria. Enviar ayuda urgente a estas personas no sólo aliviará su
dramática situación sino que permitirá que decenas de miles de niños y niñas
kurdos puedan ir al colegio, estudiar y crecer con normalidad. ¿Qué mejor forma
para celebrar que el Día internacional de la niña?
Por todo ello,
apostemos con energía por la protección infantil, el apoyo a las niñas y, sobre
todo, invirtamos en educación, una educación que es la mejor garantía para el
progreso, el desarrollo y la paz.
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