Cuando en 2004 el ex – imán de Fuengirola, Mohamed Kamal
Mustafá, fue condenado por un delito de incitación a la violencia por razón de género
tras haber publicado un libro titulado La
mujer en el Islam, en el que, entre otras lindezas, explicaba como pegar a
la mujer sin dejar huellas, y fue condenado a quince meses de prisión,
cumpliendo sólo tres semanas, el caso pasó a engrosar el anecdotario de micromachismos sin más trascendencia. Cuando el imán melillense, Malik ibn
Benaisa, en una conferencia afirmó que la mujer que usa perfume es una
fornicadora, su comentario sólo fue interpretado como un anacronismo propio de
un religioso y, por lo tanto, no susceptible de imputación.
Cuando en 2011 el Imán Bilal Phillips, nacido jamaicano y de
nacionalidad canadiense, pidió en Alemania la pena de muerte para los
homosexuales y fue expulsado, se interpretó como un caso extremo no
representativo de ningún movimiento relevante[1]. Pero,
la condena a cadena perpetua del Imán de Londres, Abu Hamza al Masri por su
colaboración con Al Qaeda a principios de enero de este año, ya tuvo que ser
reconocida como la demostración más evidente de la vinculación que los
predicadores religiosos tienen con la ideología islamista más extremista[2]. Y
es que, aprovechándose de la protección que en Occidente, sobre todo, en
Europa, se da a la libertad de culto y, amparándose, en la dificultad
idiomática, muchos fanáticos han podido expandir su mensaje criminal durante
años con total impunidad.
Solo
algunos casos como estos, la punta del iceberg, han trascendido y lo han hecho cuando, sus instigadores, enardecidos por su propio discurso y autoconvencidos de que
estaban en posesión de la verdad y, por lo tanto, eran inmunes a cualquier persecución
o castigo se han atrevido a traspasar la barrera de la prudencia diseminando su
mensaje más allá de los muros de sus mezquitas y escuelas.
Estos
casos, son sólo una ínfima muestra del tipo de mensaje que personajes formados
en universidades financiadas por Arabia Saudita como es el caso de Mustafá,
quien estudió en la prestigiosa al Azhar
de Egipto, llevan transmitiendo en sus sermones en las mezquitas de occidente y
en las charlas de proselitismo, desde hace décadas. Sermones en los que la
incitación a la discriminación de la mujer, a la sumisión a los preceptos
islámicos – aunque en realidad es a unos determinados líderes - y, en los casos
extremos, a la violencia, hoy denominado yihadismo, calan en individuos
influenciables cuya existencia no, es precisamente, ejemplo de éxito.
Individuos que encuentran en esa interpretación sesgada de la religión una
válvula de escape a su frustración, un objetivo para hacer de su vida algo
relevante cegados por promesas de un paraíso tras su sacrificio.
Estos individuos, los terroristas yihadistas, son el
“síntoma” de una enfermedad, a los que, sin duda, hay neutralizar para poder
combatir su origen y que pocos se atreven a identificar. Y es que la
enfermedad es la interpretación y expansión de la versión “wahabita” del Islam,
cuyo origen, difusión y financiación está en Arabia Saudita. La enfermedad, ya
epidemia no tiene fácil cura y tampoco fácil contención. No tiene fácil cura porque la política internacional hace difícil actuar contra quien siempre se ha manifestado como "aliado" de Occidente y no tiene fácil contención por el temor a que los musulmanes se sientan todavía más agraviados.
Los
enfermos, los fanáticos y radicales, así como todos aquellos que se sirven de
ellos en su propio beneficio, están convencidos de que la muerte es el mejor de
los destinos por lo que la lucha sólo puede tener un desenlace, al menos, desde
su punto de vista. Intentar combatirlos con nuestro estado de derecho y nuestra
democracia sólo les beneficia. Así que, para acabar con ellos, debemos atacar
todos los frentes posibles de la enfermedad: desde las personas “captadas” que
intentan viajar a Siria o Iraq hasta los yihadistas que quieren atentar en el
corazón de nuestras sociedades. Es preciso cortar sus fuentes de financiación,
tanto impidiéndoles el saqueo como frenando su extorsión, la venta de
combustible en el mercado negro, el narcotráfico, el tráfico de personas y la
donación desde Arabia Saudita y otros países del Golfo. Es imprescindible
combatir su propaganda en internet y otros medios con una difusión clara y
explícita de lo que supone seguirles haciendo hincapié en el fracaso de su
causa.
Pero, sobre todo, hay que impedir que países como Turquía ayuden a los terroristas
de Daesh – autoproclamados Estado Islámico – y APOYAR CON MEDIOS Y EFECTIVOS al
gobierno de Iraq y, sobre todo, A LOS KURDOS, los únicos que han logrado frenarlos
militarmente y que están ganándoles terreno día a día. No contar con los kurdos
en las reuniones internacionales para combatir a los yihadistas es un grave
error que puede traer graves prejuicios.
Por
otra parte, el hecho de que unos cuantos fanáticos utilicen una interpretación
retorcida y sesgada del Islam para justificar sus tropelías sólo puede extender
el odio a una comunidad cuya mayoría es pacífica y respetuosa con los otros
credos. Evitar la “caza” al musulmán y la demonización de todo lo que huela a
Islam no va a ser fácil. En primer lugar, porque, como en cualquier época de
crisis, los populismos y mensajes radicales calan con mucha facilidad en una
población harta de la incompetencia y corrupción de los políticos, empresarios
y muchos intelectuales. En segundo lugar, porque corremos el riesgo de caer en
el miedo radical a todo lo que “parezca” diferente ya que nuestro desconocimiento
es casi total y nos resulta muy difícil distinguir a los buenos de los malos.
En tercer lugar, porque siempre hay quien quiere obtener algún tipo de beneficio
agitando las aguas revueltas y aprovecharse de un fácil chivo expiatorio.
Pero, tampoco va a ser fácil cambiar el discurso de la
prevalencia de la tolerancia y respeto al otro, de la defensa a ultranza del
derecho a la creencia y a la práctica religiosa. En primer lugar, porque la
trayectoria de colonialismo primero e injerencia después, durante más de un
siglo, nos hace sentir culpables. En
segundo lugar, porque interpretamos los
derechos de los demás como interpretamos los nuestros, sin entender que para
estos fanáticos la ley humana y la democracia son inventos que son contrarios a
lo que establece el Corán. En tercer lugar, porque sabemos que la violencia
engendra más violencia y tras décadas de guerras no estamos preparados para
afrontar una en nuestro propio terreno. Y, en cuarto lugar, porque la
apreciación de la mayoría sobre el peligro que supone el terrorismo islamista
todavía no es lo suficientemente realista y prefieren seguir ciegos a la
verdad.
En cualquier caso, esperemos que el “remedio no sea peor que
la enfermedad”, que los políticos sean capaces de elaborar una estrategia
global y en todos los frentes para combatir la peor amenaza a los sistemas
democráticos occidentales desde el nazismo y, sobre todo, que su entusiasmo no
se desinfle a las primeras de cambio.
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