Un mes y una semana. Ese es el tiempo que ha transcurrido
desde que unos hermanos fanatizados por un lado y un islamista por otro,
sembraron de horror sangriento la sede del semanario satírico Charlie Hebdo y
un supermercado judío en París. Doce muertos y once heridos, un número de bajas
que a los radicales, sin duda, le parecen escasas y que, a las personas de bien
nos parecen terribles. Los objetivos diversos: por una parte, la libertad de
expresión, que muchos tachan de burla irreverente innecesaria y otros califican
de crítica imprescindible contra el avance del fanatismo y, por otra, el milenario
chivo expiatorio, el judío, ese ser abyecto al que cristianos y musulmanes
llevan persiguiendo con saña desde hace siglos, sin otro motivo aparente que
vengar el cruel comportamiento de sus ancestros con Cristo o el conflicto
israelí-palestino. Objetivos tan absurdos como obsoletos que, sin embargo, siguen ocasionando muerte y dolor.
Hace, apenas 5 días, en la zona residencial de la
Universidad de Carolina del Norte, tres estudiantes universitarios, dos de
ellos matrimonio, eran asesinados. Aunque, no ha trascendido, de manera
oficial, el motivo de los mismos, la condición musulmana de las víctimas y las
reiteradas manifestaciones anti-religiosas del presunto asesino parecen
conducir a la misma explicación. El asesinato es el resultado de la creciente
ola de islamofobia.
Y cuando aún no nos habíamos recuperado de la terrible
impresión, la tarde de este sábado, en una versión en solitario de lo
acontecido en París el mes pasado, un joven asaltó un centro cultural de
Copenhague donde iba a tener lugar un debate sobre “el arte, la blasfemia y la
libertad de expresión” en el que iba a participar el artista sueco Lars Vilks,
amenazado de muerte desde que publicó una caricatura de Mahoma en 2005. Como
consecuencia de este ataque, falleció el productor y fotógrafo, Finn Nørgaard y
tres policías resultaron heridos. El asaltante, a quien han identificado como Omar Hussein de 22 años, no satisfecho con este ataque, tras huir, se dirigió a
una sinagoga donde asesinó a un joven guardia de seguridad, el cual, sin embargo, antes logró advertir a
las 80 personas que se encontraban en su interior evitando así una masacre. El
asesino danés, un conocido criminal, parece que imitó el modus operandi de
París.
Y cuando parecía que ya habíamos cubierto el cupo de
crímenes justificados en odios religiosos trasnochados, salta a los medios la
imagen de la decapitación de 21 cristianos coptos egipcios secuestrados por la
rama libia de Daesh.
Y lo único que se me ocurre es pensar en mi abuela cristiana
y mi abuelo musulmán, dos de las personas más piadosas, practicantes y buenas
que he conocido en mi vida. Dos personas trabajadoras, honestas y caritativas
que ayudaron a muchos sin esperar nada a cambio. Dos personas que nunca
llegaron a conocerse porque vivían en lugares muy apartados y que tuvieron una
nieta a la que criaron en el respeto y el amor al que es igual y al que es diferente,
porque todos somos seres humanos con luces y sombras. Sé que ambos condenarían
estos asesinatos y rezarían para que no volvieran a suceder. Su
nieta, en cambio, se pregunta a quién beneficia este odio estúpido e irracional
mientras espera con el corazón encogido el próximo ataque. Porque, estos atentados, por desgracia, son sólo la punta del iceberg de un problema que todavía está por emerger en toda su magnitud.
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