Era
de esperar. La nueva sentencia a muerte del depuesto presidente Mohamed Morsi y
otros destacados dirigentes de los Hermanos Musulmanes no ha sorprendido a
nadie si bien, obviamente, ha airado a los millones que le apoyan y a los defensores de los derechos humanos, como es natural. Condenado
por su fuga violenta de la prisión de Wadi Natrum el 28 de enero de 2011, junto
con muchos otros miembros de su cofradía, con el apoyo de Hamás, Hizbullah y
algunos beduinos de la Península del Sinaí, suma sentencias lo suficientemente
duras y largas como varias vidas. Es, sin duda, la suerte que corren los
perdedores en las guerras, aunque en este caso, el enfrentamiento entre los
militares y los islamistas egipcios, no haya adquirido el calificativo de
bélico.
El
estado egipcio, o mejor dicho, el ejército egipcio, lleva desarrollando una
guerra sin cuartel contra los hermanos musulmanes y otros grupos radicales
islamistas desde el atentado fallido contra la vida del gran líder Gamal Abdel
Nasser en 1954. Una guerra que se inició con la abolición de la organización de
los Hermanos Musulmanes y continuó con la persecución a todos sus líderes y
seguidores más destacados desde entonces. En la década de los setenta, Anwar
al Sadat, sucesor de Nasser, aflojó un poco la mano permitiendo que esta
organización se infiltrara en las asociaciones de estudiantes y sindicatos
profesionales como método para contrarrestar la creciente influencia socialista
entre los jóvenes más formados de Egipto. Una permisividad que demostró ser un
gran error. El resultado fue que éstos lograron captar a una amplia mayoría de
profesionales en las universidades además de asesinarle en 1981.
Largo ha sido el recorrido de la Hermandad Musulmana desde
su fundación en el puerto egipcio de Ismailia en 1928 por Hassan al Bana y
algunos trabajadores desencantados con la penosa situación del pueblo bajo el
dominio británico. Sin embargo, un factor ha permanecido estable durante todo
este tiempo, la animosidad de los islamistas hacia los diversos
gobiernos corruptos que han dirigido el país y la persecución de éstos hacia
los miembros de la cofradía y afines.
Los levantamientos de 2011 parecieron revertir, al menos,
durante un corto período de tiempo la balanza de poder que, durante los últimos
cincuenta años, había estado en manos de los militares y su cohorte de
beneficiarios. Los Hermanos Musulmanes, pese a no haber participado en las
manifestaciones del “despertar árabe” en sus inicios, acabaron apropiándose del
movimiento popular. Aprovecharon la recién adquirida libertad para constituir el
Partido de la Justicia y la Libertad con el cual lograron mayorías aplastantes
en las primeras elecciones democráticas de la historia del país en 2012. Del
parlamento a la Presidencia mediaron otras elecciones y una buena campaña de
promoción entre los fieles y adeptos de la que, hasta entonces había sido la
mayor red de asistencia, caridad y educación clandestina del país.
El ejército, que había sufrido la baja del que había sido el
presidente del país durante décadas, Hosni Mubarak, se replegó a un segundo
plano limitándose a ejercer el papel de garante y protector de la nueva
democracia, hasta que la incompetencia manifiesta del recién elegido presidente
Mohamed Morsi y el revanchismo de los Hermanos Musulmanes empezaron a sumir al
país en el desorden mientras la crisis económica se agravaba por la
inestabilidad. Los Hermanos Musulmanes habían alcanzado la mayoría en las urnas
en un proceso electoral al que se habían presentado, al menos, cuarenta
partidos diferentes, la mayoría recién creados y, por lo tanto, desconocidos
para el público. Y, apoyados en esa mayoría que no se correspondían al
porcentaje de respaldo popular real, aproximadamente, un cuarto de los
egipcios, iniciaron una campaña de islamización que pervertía el espíritu del
levantamiento popular de Sahat al Tahrir.
La redacción de una constitución islamista, contestada por
amplios sectores de la población y casi toda la oposición parlamentaria, y su
blindaje por decreto presidencial a comienzos de diciembre de 2012, originaron
las protestas que anunciarían el principio del fin del gobierno de Morsi. En
julio de 2013, el Mariscal Abdul Fatah al Sisi dirigió un golpe de estado que
ocasionaría el posterior arresto y desmantelamiento del gobierno islamista y su
red clientelar.
Tras renunciar a su cargo en el ejército, al Sisi se
presentó a unas nuevas elecciones gracias a las cuales accedió a la presidencia
del país con una pátina de legalidad democrática. Desde entonces, el estado
egipcio, ha desarrollado una persecución sin cuartel contra los Hermanos
Musulmanes, - y también contra los opositores seculares - a los cuales, acusa, con fundamento, de haber dejado que elementos
terroristas entraran en la Península del Sinaí a través de los pasos con Gaza.
Elementos que han atacado diversos destacamentos militares en esa zona
fronteriza y amenazaban con acercarse al centro del país.
La última sentencia contra Morsi es sólo la escenificación
del compromiso de al Sisi y su gobierno en su lucha contra los islamistas, los
terroristas islamistas y cualquier elemento desestabilizador de su país. La
democracia, la libertad y los derechos civiles de los ciudadanos tendrán que
esperar tiempos mejores o un nuevo movimiento social parecido al del 2011 pero,
mejor organizado.
Las acusaciones a occidente de hipocresía al consentir la
recuperación del estado militar en Egipto, pese a tener razón, obvian
cuestiones de mayor envergadura que preocupan a las más altas instancias
políticas internacionales. En primer lugar, la deriva, a la que la animadversión
a los islamistas estaban produciendo en gran parte del país, amenazaba con
provocar una grave división social que podía degenerar en una guerra civil. En
segundo lugar, pese a que las dictaduras militares son execrables por
definición, la imposición de una democracia a una sociedad sin tradición de
libertad y pluralismo político, desmantelando los ejércitos y cuerpos de
seguridad ha demostrado tener nefastas consecuencias en países vecinos como
Iraq y Libia. Aunque no sea “políticamente” correcto decirlo, lo cierto es que
las sociedades orientales tienen unas peculiaridades que, en muchos casos,
dificultan la puesta en marcha de una democracia, tal y como nosotros la
concebimos. En tercer lugar, la guerra civil en Siria y la irrupción de Daesh
en el tercio noroccidental de Iraq y todo el oriente sirio exigían y exigen
supeditar los derechos de los ciudadanos en aras a la seguridad regional e
internacional.
Egipto, con sus más de ochenta y dos millones de habitantes
es el país más poblado de Oriente Próximo. Si se sumiera en un caos parecido al
de Iraq, Siria o Libia haría que toda la región fuera absolutamente
incontrolable y forzaría un conflicto internacional que occidente está
intentando evitar a toda costa. Morsi sólo es un peón más en la complicada
partida de ajedrez en el mundo árabe – magrebí de hoy al que han dado jaque, de
momento.
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